En esta oportunidad les envío esta crónica que nos remite el colega Jorge Arboleda quien contribuye al blog El Escritorio, desde New York. N de la R.
Acaricuara, los recién aparecidos.
Te quedaste afuera mientras yo asistía a la reunión. Adentro, encontré al jefe de bosques, al piloto alemán y a su prima inmunóloga. Más tarde traerían un antropólogo con acento mejicano y botas de caucho, en pleno verano andino. Tardamos una hora. Me llevarían a Acaricuara y me dejarían allí por tres meses. Escribiría cuanta cosa hicieran los recién aparecidos y tomaría muchas fotografías. Me harías falta, pero estaba ya cansado de mi largo desempleo. Cuando salí, te abracé, perdido en ese lago inmenso de tus ojos.
Llegó el día. El piloto, mariconsísimo y amable me invitó a su hidroavión, tan vetusto que me asustó de solo verlo. Su prima cargaba una nevera sintética con tubitos de vacunas y su ayudante empujaba un carrito con un tanque grande que parecía de oxígeno.
El antropólogo, que resultó no ser mejicano, llevaba las mismas botas, chaqueta y libreta. Los cuatro, nos encaramamos en el hidroavión. Volamos más de tres horas al este, hasta el río inmenso en la frontera Brasilera. Un campesino nos guió hasta donde estaban los aparecidos. El antropólogo se acercó primero. Le vi mover sus manos y gesticular quien sabe qué cosas. No hablaban lengua conocida. No sé con qué artilugios el letrado concluyó: “son una tribu de kak-akús”. “¿Tribu de qué? “De kak-akús”. “¿Y cómo lo sabes, si apenas salen de la selva?” “Fonética transfigurativa”, respondió el pedante. Me hacías más falta que la que imaginé.
Una vez los contamos, ciento cincuenta y tres almas, entre mujeres, hombres y niños, la mujer dijo que los vacunaría. Los adultos reían como enanos al puyón de las agujas. Claro, los niños lloraban a cántaros. Nunca recuerdo que a mí o a ti nos hayan chuzado tanto. Conté más de trece puyas en cada criatura; al menos dieciocho en cada adulto varón, y veintidós en las mujeres. Como corderos, los aparecidos arreados al apretadero de la ciencia. Como buen cabrón, alejado yo del apretadero de tus piernas.
El día siguiente trajo el problema de nombrarlos; era importante para el gobierno. Claro, no fue problema para el cura quien, presto, había llegado tres días antes y, según mis cuentas, le ganó la partida al antropólogo pues los apellidó a todos “Akú”. Así, conocí Juanes Akú, Josés Akú, Manueles Akú, Santiagos Akú; Marías Akú, Dolores Akú, Josefas Akú, e Isabeles Akú. Hasta le pedí al padre, con cara contrita, que le diera a una niña tu nombre. Me dijo que era tarde, que el sacramento del bautismo era imborrable. Te jodiste, te recordaré menos.
Dos días después, el piloto y el antropólogo se regresaron. La inmunóloga se quedó. Noté que cada día inyectaba más “akús”, como ya les llamaba. Los dividió en grupos que identificaba por colores en el interior de su tanque, que resultó ser una nevera de hidrógeno. El hidrógeno vaporoso que escapaba cuando abría la nevera, me recordaba de nuestros encierros en el sauna de tu casa. Les extraía la sangre que guardaba en sobrecitos y les pagaba cada extracción con chocolates que tardé en descubrir.
Yo, empecé mis descripciones. Comían cuatro o cinco veces por día, recolectaban frutos que no conocíamos, mataban pájaros, cerdillos del monte, ardillas, venados y se comían las abejas desponzoñadas. Tenían respeto a las arañas y odiaban los escorpiones. Los niños jugaban con sapos que inmisericordes mataban. Pescaban con flechas, no usaban ropas, pero cubrían sus sexos, se pintaban la cara con tintas roja y negra y usaban narigueras, aretes y collares. Se acostaban temprano y, parecía, les encantaba tirar en grupo. Tanto, que el cura, la inmunóloga, el campesino y yo, nos tornamos insomnes al compás de los orgasmos nocturnos de los “akú”. Nunca supe como hacían sus casas pues el gobierno les construyó una gigantesca choza comunal a la usanza de las del Amazonas.
Durante las primeras semanas los observé con obsesión. Retraté cada movimiento, caminé con ellos al bosque, pescamos, y hasta aprendí a cazar pájaros sin desperdiciar los proyectiles de barro de sus bodoqueras. Les encantaban los chocolates de la inmunóloga y, creo, que hasta acortaban sus caminadas para regresar temprano por sus inyecciones.
Como en todo, los problemas no tardaron en aparecer. A la cuarta semana, los varones identificados en el grupo amarillo de la nevera se enfermaron. Sufrieron fiebres y disentería aguda. La inmunóloga los inyectó más. Se recuperaron a medias. Las mujeres del grupo rojo se enflaquecieron como esqueletos y las del grupo azul se engordaron descomunalmente.
Los hombres del grupo naranja empezaron a holgazanear y no caminaron más con los otros. Se encerraban todo el día en la choza. En la quinta semana, como la mayoría enfermaron, la inmunóloga y el cura pidieron alimentos a la capital. Un avión militar aterrizó un día con comida suficiente para un batallón. Los aparecidos no volvieron por el campo. Comían en la choza latas de lentejas chilenas, sardinas del Canadá, pavo y maíz de los Estados Unidos y arroz de las Filipinas. Afuera de la choza, los niños jugaban con las latas desechas. Empecé a odiar el lugar y a extrañarte más. Los días me parecieron largos y no hallaba la hora de regresar.
Durante la sexta semana, un hombre del grupo amarillo murió. Era el más alto de los hombres y el segundo de todos los “akú” pues había una mujer joven más alta que él. El padre ofició una misa y lo sepultó cristianamente. Una semana después, una mujer del grupo azul también murió de ataque cardiaco, según diagnóstico de la inmunóloga. Tres hombres más, dos del grupo naranja y uno más del amarillo, fallecieron por “causas desconocidas”. Entonces, el cura se enojó. Insultó a la inmunóloga y entre gritos le demandó que no los inyectara más. La mujer, iracunda también, y entre lágrimas, le respondió que ella cumplía con su trabajo. El padre la amenazó con la ira divina y le recordó que dios estaba por encima de su trabajo. La mujer, enojada, se alejó a la choza a inyectar más enfermos. Con tanto enfermo y agonizante, yo ni te recordaba, y si lo hacía, era más costumbre que deseo.
Una noche de la octava semana, un grupo de cinco hombres con sus mujeres e hijos escaparon mientras el resto dormía. Al día siguiente, el cura y el campesino salieron en su búsqueda pero no hallaron rastro alguno. La novena semana fue fatal para los niños. Cuatro murieron el miércoles víctimas de diarrea y fiebres imparables. Al final de ese día, sus caritas se habían deformado monstruosamente y su piel se levantaba como escamas de pescado, sus labios carbonizados y sus ojitos brotados. Cuando llegó la semana diez, del grupo de aparecidos, sólo sobrevivían ocho hombres adultos, once mujeres y treinta y tres niños, una tercera parte del grupo original. De éstos, solamente trece parecían tener posibilidades de mejoría. El gobierno, para entonces, mandó a un médico y dos enfermeras religiosas para que atendieran a los sobrevivientes.
Los adultos más saludables eran los hombres del grupo naranja que se negaban a abandonar la choza y que de vez en cuando, como alienados, se asomaban a hablarle a los árboles, al rio y a las piedras del lugar. Esa misma semana, una mujer del grupo rojo mató a un hombre del grupo naranja golpeándolo con una piedra mientras el hombre le hablaba al firmamento. De ti ya no me quedaba nada, menos ahora que los enfermos no tiraban de noche y que la inmunóloga escondía su nevera vaporosa, por miedo a que el cura, enloquecido, le destruyera sus medicinas.
En la última semana, solamente quedaban tres mujeres, dos del grupo rojo y una del azul. Las dos estaban enfermas y la del azul no caminaba. Treinta niños sobrevivían también. El avión militar retornó el día anterior a mi regreso. Recogió al cura, al médico, a las enfermeras, las mujeres enfermas y los niños. Uno de los soldados del aparato dijo que los llevarían a una base militar cerca de la capital. La inmunóloga, el campesino y yo esperamos al piloto alemán que nos recogería al día siguiente. Así fue.
De mi regreso, ya sabes. Volvimos a las caminadas en la tarde; nuestros encierros en el sauna acabaron pues me deprimía el recuerdo de la nevera de hidrógeno de la inmunóloga. Me tomó un mes terminar el informe para el gobierno. Cuando fui a entregarlo al jefe de bosques, vi allí al piloto alemán. Me contó que su prima inmunóloga había renunciado a su cargo en la oficina de medicamentos y que ahora era directora de un laboratorio farmacéutico importante en Viena, la tierra de su padre, el etnólogo famoso. El jefe de bosques me dijo que las últimas mujeres del grupo murieron días después en el hospital de la base militar, y que los niños estaban registrados para adopción en una oficina de huérfanos del gobierno.
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