miércoles, 19 de octubre de 2011

Reforma a la Justicia: traición a la Constitución

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Por HERNANDO YEPES

Exmagistrado, exconstituyente, profesor

universitario y experto en Derecho Constitucional.

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RAZON PUBLICA

http://www.razonpublica.com/

Domingo, 16 de Octubre de 2011 21:07


Un experto jurista y ex constituyente explica por qué es tan peligrosa la fórmula mañosa aprobada en la Comisión I del Senado para “salvar” a la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura. Adiós a la independencia y a la autonomía de la Justicia, bienvenida la injerencia intolerable de los políticos.


De esfuerzo inútil a daño enorme

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Desde el comienzo, el proceso de reforma del régimen constitucional de la justicia se reveló como un esfuerzo estéril por la pobreza y superficialidad de las concepciones que parecen yacer en el fondo del proyecto, por la banalidad de casi todos los temas escogidos y por la falta de inspiración en las fórmulas sugeridas al Congreso.

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Nada permitía, sin embargo, sospechar que una reforma de esas características pudiera tomar un rumbo que la pudiera convertir en amenaza de auténtica catástrofe constitucional. Esa transmutación es producto de los añadidos que en la Comisión I del Senado se incorporaron al proceso, cuyo conjunto tiene el potencial de volatilizar uno de los grandes signos de identidad de la Constitución del 91 y uno de los grandes logros del derecho colombiano a mediados del siglo XX.

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El texto aprobado por la Comisión I del Senado arrasa con la autonomía de la justicia, cuya historia y cuyo mérito acaso convenga recordar a la opinión, para darle a conocer la magnitud del retroceso institucional al que nos están conduciendo sigilosamente.

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Colombia pionera

Como recuerdan los estudiosos, Colombia fue el primer país de América Latina en plasmar en sus instituciones de manera efectiva y real la independencia judicial, ambición esquiva en todo Estado de Derecho, que para nosotros fue un logro temprano y rasgo diferenciador, fruto de las innovaciones constitucionales decididas en el referendo del 1º de diciembre de 1957. Los demás países del continente tardaron mucho tiempo en conseguir algo semejante, y algunos de ellos todavía sueñan con ese ideal.

El principio de independencia de los jueces como condición imprescindible de una tarea jurisdiccional confiable y eficaz, y pieza irremplazable del Estado moderno, se desdobla en dos direcciones:

· la llamada “independencia interna”, que exonera al juez de la interferencia de sus superiores en la adopción de las decisiones jurisdiccionales que constituyen su tarea;

  • la “independencia externa” que, a su vez, protege al administrador de justicia contra toda influencia proveniente de otros poderes del Estado, del mundo político y de los protagonistas de los intereses sociales cuya armonización es el fin último de la jurisdicción.
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Consagrado este invaluable bien jurídico casi treinta y cinco años antes, la Constituyente de 1991 no tuvo que preocuparse de consagrar un principio que para otros países era una preocupación nunca lograda y, en muchos casos sigue siéndolo todavía.

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Independencia y autonomía

Esa privilegiada posición le permitió a la Asamblea plantearse objetivos extraordinariamente ambiciosos, que se concretan en el salto de la independencia a la autonomía. Los dos conceptos no son equivalentes, ni, por lo mismo, es dable alcanzarlos con los mismos instrumentos institucionales.

La independencia se predica de los jueces, de cada uno de ellos, como garantía de la seriedad e imparcialidad de la función que ejercen, así como de su sujeción al parámetro objetivo radicado en la ley, a la que se vincula sin intermediarios la función judicial de cualquier nivel.

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La autonomía por su parte es atributo de la Rama Judicial en su conjunto y se propone radicar en el interior de ella la más amplia capacidad de autogobierno y auto-organización, mediante la existencia y funcionamiento de órganos surgidos de su seno que cumplan los procesos de orientación orgánica general, de actividad administrativa y aún de producción normativa propia, que ordinariamente cumplen el poder legislativo y el poder ejecutivo en los ordenamientos que no contemplan la autonomía.

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Cáigase en cuenta de que la autonomía supone la independencia y que, al paso que ésta no puede faltar, la autonomía es un coronamiento lujoso, un perfeccionamiento que, sin la independencia del juez, carece de sentido.

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La autonomía ratifica y amplía los logros de la independencia al suprimir todo vínculo con los poderes políticamente activos, cuya intrusión en el poder políticamente inerte o neutro que es la administración de justicia, se proponen superar los ordenamientos institucionales más maduros.

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Para consagrar la autonomía, la Constitución creó un ente nuevo, la llamada Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura, integrada por magistrados en el más estricto sentido de la expresión, que deben designar las tres Cortes del vértice judicial: la Suprema de Justicia, la Constitucional y el Consejo de Estado.

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Sala Disciplinaria: primero inútil, luego dañina, ahora peligrosa

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A ese cuerpo le fueron confiados por las normas de 1991 los instrumentos funcionales, las potestades y la misión de ser el guardián de la heredad judicial en forma exclusiva, porque —como dictaminó la Corte Constitucional mediante la Sentencia C-265/93— estas funciones no pueden ser compartidas por la llamada Sala Jurisdiccional Disciplinaria, pues si lo fueran, la autonomía se convertiría en palabra vana, ya que el cuerpo tiene origen en los poderes legislativo y ejecutivo, es decir en la clase política y en los órganos genuinamente políticos que la autonomía exige expulsar del recinto de la justicia.

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El propósito de la “Sala Jurisdiccional” es otro, a saber, el de ejercer la potestad disciplinaria sobre los funcionarios del poder judicial y sobre los abogados, en sus conductas como componentes de un gremio.

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Este órgano, al contrario de su gemela la Sala Administrativa, es una expresión de heteronomía [1], surgido íntegramente en el exterior de la Rama Judicial, porque de no ser así los jueces sometidos a su jurisdicción estarían designando a sus propios juzgadores.

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Al disponer que la Disciplinaria tenga origen en los otros dos poderes del Estado, la Constitución sabiamente conjura el riesgo que surgiría si el nombramiento proviniera de las Cortes superiores, resumido en el aforismo popular “yo te nombro para que tú me absuelvas”.

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Desaparecida la facultad de la Sala Disciplinaria de juzgar a los magistrados de las Altas Cortes en virtud de sentencia de la Corte Constitucional en 1993, está claro que la razón de ser de la Sala Disciplinaria se esfumó y que el ente por eso devino inútil.

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Posteriormente se transmutó en dañino, cuando una equivocada interpretación de su naturaleza le atribuyó la potestad de conocer de acciones de tutela. Sus desvaríos en este plano la convirtieron en un motivo de repudio de la opinión sana del país, al rechazar que la clase política representada por ella, asumiera por esta vía una función propiamente judicial del mayor alcance y de la más alta peligrosidad en sus manos.

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Adiós a la independencia, traición a la Constitución

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Así las cosas, el gobierno encontró conveniente profundizar y reforzar el carácter administrativo de la Sala especializada y proponer la eliminación de la Disciplinaria. Controvertibles las fórmulas sugeridas para lograr el primer objetivo y dudosas su pertinencia y eficacia, la discusión sirvió de coartada en el Congreso para cambiar el sentido de las propuestas gubernamentales e inventarse un engendro que en la práctica desplaza todo el poder de gobierno de la Rama Judicial hacia la Sala Disciplinaria, y la entroniza como titular de todos los instrumentos de intervención en la Rama Judicial.

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Ese es el resultado de la reforma concebida por la Comisión I del Senado con las siguientes características:

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i. Crea una Sala Plena del Consejo Superior de la Judicatura compuesta por quince miembros, de los cuales siete serían los componentes de la Sala Disciplinaria sumado a un delegado suyo, en la llamada Sala de Gobierno. Entonces, todas las decisiones que tome esta corporación provendrán del organismo político – partidista que formaría parte de él;

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ii. Incorpora a la Sala de Gobierno del Consejo, compuesta por nueve miembros, dos provenientes de la Sala Disciplinaria. Si se toma en consideración que una de sus funciones más relevantes es la de enviar a las Cortes sendas listas de cinco nombres para la provisión de cada vacante que se presente en ellas, se ve cómo la clase política recobra una elevada injerencia en la designación de magistrados de la cúpula judicial, con un alcance y fuerza incluso mayores que los que la voluntad del pueblo colombiano desterró de nuestras instituciones en 1957;

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iii. La Sala Disciplinaria como tal adquiere la categoría de juez de la Corte Constitucional, lo cual dota a los magistrados delegatarios del Congreso de un alarmante poder sobre el órgano que garantiza el imperio de la Constitución;

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iv. Todos los jueces de la República quedarán sometidos a la posibilidad de que la Sala Disciplinaria vigile su actuación cotidiana a través de comisiones visitadoras. Adiós a la independencia.

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La maniobra que se encubre bajo esta reforma constitucional constituye pues un zarpazo a la independencia judicial que nos ha caracterizado durante más de cincuenta años y al de la autonomía con que la refinó y elevó cualitativamente la Constitución del 91.
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El asunto no es de poca monta: se trata, no sólo de un regreso a estadios superados del desenvolvimiento de nuestro aparato institucional y de un escamoteo de valores imprescindibles incorporados al mismo como fruto de esfuerzos de creación que nos enorgullecieron en su momento, sino de una auténtica traición a la Constitución.

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