ALFREDO
MOLANO BRAVO (1944-2019)
Juan
Carlos García Lozano
Profesor
de la Facultad de Derecho de la Universidad Libre
N de la R: Tomado del blog SoloDemocracia
“Mi
oficio de escribir se reduce a editar voces que han sido distorsionadas,
falsificadas, ignoradas. No puedo escribir una línea que, de alguna manera, yo
no haya vivido”. Estas son las palabras de Alfredo Molano Bravo en el discurso
de aceptación al premio Simón Bolívar a la vida y obra del año 2016. En ellas podemos encontrar claves del proceso
periodístico de cuyo formato, en crónica y memoria, fue pionero en Colombia.
La
oralidad fue el instrumento utilizado por el autor en cuarenta años de
escritura, tanto en sus libros como en sus entregas periodísticas, más en
aquellos que en estos. Los simples, al decir del filósofo Antonio Gramsci,
tienen una vida inscrita en la oralidad y con ella en la cotidianidad acrítica
y ahistórica de sus días. Es el pueblo llano, es la pobrería rural y urbana. Molano
lo sabía y al saberlo, fue diestro en la forma de ventilar esa realidad
campesina en su escritura sociológica levantada en primera persona.
De ahí sus
premios y reconocimientos. De ahí sus méritos. Los mismos que lo hacen aparecer
como perteneciente a un mundo por construir, como en el Macondo de Cien años
de soledad, cuando la historia relatada por Gabriel García Márquez realiza
el transito de la oralidad propia del colono campesino a la escritura del
cronista, como también de la aldea olvidada a la ciudad pujante que todo lo
puede. Molano se ubica en este Macondo.
La
formación sociológica de Molano, volviendo con ella, hizo que el autor tomara
en cuenta al sujeto social pueblo tal cual es en nuestro país: un sujeto
precario, espontáneo, explotado y sin voz. Así ha sido la población campesina mestiza, negra e indígena que puebla Colombia
en valles, riberas y montañas.
El
objeto de estudio de Molano, los simples, los campesinos, los colonos, los
pobres, fueron capturados a partir de sus voces, su oralidad, que es tanto como
decir, su folclore, los dichos, los mitos, las creencias. Y acompañándolo está
también el sentido común que los constituye a todos por igual: precarios,
contradictorios y espontáneos en la ruralidad. Molano entonces escribió sobre
el sentido común del mundo campesino. Sus
relatos, entonces, son sobre el sentido común de los simples en un país
violento y violentado cuya sociedad civil no logró construir una reforma
intelectual y moral democrática para estos simples, emancipándolos de esa
condición histórica de marginación y explotación. Para citar una novela de
Arturo Alape fue una especie de historia olvidada sobre un cadáver insepulto.
Molano
en sus muchos libros presenta la descripción del excluido, del pobre, de
aquella voz distorsionada, falsificada e ignorada, tomada en consideración para redimirla más
allá de la oralidad, donde no se pierde la vivencia ni el mito y se gane legitimidad
y belleza al tiempo. Pero solo en tanto voz, versión, palabra, relato. Su lugar
en la crónica de algún capitulo de libro o en el reportaje del periódico
capitalino enaltece esa voz, esa cotidianidad de los simples capturada a partir
de la entrevista y reescrita luego por el cronista. Molano reivindica entonces
al pobre, sintiéndose él mismo también un excluido golpeado por la historia.
Pero
su condición ideológica, la de Molano, es de paternidad hacia ese pobre. Asume la
voz del pobre como memoria, pero otra cosa distinta sería ese relato si tomara
también la praxis política de ese sujeto empobrecido. La sociología de Molano
captura la voz marginada, pero la praxis política del simple, del pobre, queda
al margen en sus libros. Molano no se vuelve un revolucionario: se vuelve el cronista
de las voces olvidadas.
Este
sentido paternal, suponemos, lo aprendió no en la sociología de Orlando Fals
Borda, cuya condición con la religión protestante era manifiesta a partir del
sentido común. Acaso Molano aprendió el espíritu paternal con la experiencia pastoral
del sacerdote Camilo Torres Restrepo. Pero
también pienso que fue su vida familiar, básicamente la influencia de su padre,
un hombre de carácter y figura antigaitanista, entregado por entonces a la
labor de sus haciendas y a la producción de su riqueza. Fue él quien influyó
más en el talante de Molano hacia los pobres. En estas haciendas de los
cuarentas y cincuenta del Siglo XX sobreviene en Molano el trato con la
servidumbre, y en general con los peones de su padre. Él mismo recuerda que
viene de un orden de privilegios hacendatarios, donde él era tratado como el
“amito”.
En
tanto lector igualmente advertimos en la pluma de Molano un paternalismo hacia
los simples, hacia ese pueblo bajo campesino, golpeado por la explotación y la
violencia. Tal vez es un paternalismo curioso, la del buen hacendado hacia sus labriegos
como en la novela Siervo sin Tierra de Eduardo Caballero Calderón. Molano
fue aquel hombre que no logra romper con el sentido común que le vio nacer, el
de la hacienda; y al no hacerlo, reproduce el espíritu cotidiano de la gran
propiedad paternal buscando un orden de identidad, pero ahora en un ámbito
popular, horizontal, traducido este como sentimiento popular hacia los simples.
Con
Molano se responde la pregunta planteada por la filósofa hindú Gayatri Spivak, ¿pueden hablar los
subalternos? Molano, recordemos, siempre se sintió y vivió como propietario
en el campo, en tanto era un letrado, instruido en el manejo de la palabra:
propietario incluso del relato que entrega en la crónica. No era, claro está, un hacendado tradicional, aunque tuviera finca y reses en ella, aunque amara la
tauromaquia.
Su
espíritu cotidiano era otro: aquel trazado por las luchas sociales y políticas
de los años sesenta del siglo XX, con los subalternos, en las calles, en la
protesta universitaria. Un espíritu utópico, juvenil, sentimental, de la
rebeldía que no llegó a ser del todo revolucionaria porque no logró hacerse a
la dirección cultural; una suerte de praxis inconclusa vemos en la generación
de Molano. No fue un comunista de partido, pero sí fue un hombre rebelde, como
muchos en la Universidad Nacional donde se formó sociólogo al calor del tropel.
Un inconforme más en una generación de inconformes, que expresaba aún hoy con
sus tenis blancos ese modo de no pertenencia al orden de los propietarios,
aunque lo fuera a su manera.
Volviendo
a las crónicas en sus libros, más que en la prensa capitalina, Molano se rebeló
contra el academicismo y con ello contra el centralismo del poder cachaco,
siendo que era un bogotano por adscripción y cultura. Porque la oralidad de la
que hablamos párrafos atrás, no hace parte del mundo académico ni de la
sociología. No tiene, según se dice, validez científica, no se hace disciplina.
Ese fue el cuello de botella que nunca le permitió titularse de doctor en
Francia. A su manera, esta posición rebelde era con la que expresaba cierta
desazón y distancia hacia la academia en los años definitivos de los sesenta,
setenta y ochenta del siglo pasado.
En
cuanto a su formación ideológico-política, ya referimos su vida sociológica en
el ámbito de la comprensión de los simples, caminando el país cual si fuera la
práctica de un éxodo campesino que no termina. Nos falta entonces ahora su veta
en la formación político-ideológica.
Podemos asumir que por sus crónicas, por sus posiciones en las
últimas décadas ventiladas en los medios de comunicación y en los libros, no
era un hombre socialista. Menos un comunista ni un marxista. Acaso por lo que
él mismo refería con respecto a la vida cercana de Camilo Torres Restrepo,
podemos inferir que en su juventud fue un cristiano revolucionario, en la
protesta de masas tanto como en el auditorio enfebrecido.
Un camilista, si se quiere, que no empuñó las
armas como lo harían sus compañeros. No llegó pues a traducir su escepticismo
con la praxis, haciéndose revolucionario, estando en la vanguardia de los
movimientos. Se quedó, por el contrario, en la rebeldía: el pelo largo, los
tenis blancos, pero también la crítica a la cuestión social, el problema
campesino, la violencia política contra los simples; todo ello lo logró
caminando a Colombia. Con la consiguiente escritura y los 27 libros que
nacieron en estas travesías, en estas soledades.
Relevante
para el análisis de este sentido común tradicional que Molano compartía con los pobres, con los
hombres y mujeres de la parcela, es oportuno reconocer que como intelectual pese a que
fue formado y guiado por Estanislao
Zuleta en su juventud en Medellín, no se sumó a un proyecto marxiano, ni marxista
ni anticapitalista. Ya hemos citado el por qué: la praxis política le era
lejana.
En
sus libros no se puede colegir que estemos leyendo un autor anticapitalista
o un revolucionario de la cuestión
agraria, como cuando leemos los ensayos de Antonio García Nossa o al mismo
Estanislao Zuleta, de claro acento marxiano. A Molano la teoría y el concepto,
pareciera, le eran ajenos o cuando menos distantes. Fue parte de su rebeldía
con la academia. Tal vez una suerte de rencor hacia la ciudad, tema puntual
sobre el que escribió el profesor Rubén Jaramillo Vélez.
Molano
como escritor era parco, como su propia voz también era pausado: mimetizaba su concepción
de mundo con las voces de los simples, sus interlocutores. Compartía con ellos, en efecto, la protesta, la queja, la memoria de las
violencias. Pero en estas voces heridas e indignadas nunca cobra vida política
un proyecto revolucionario. Ni siquiera cuando Molano habla con sus alter
egos sobre la conformación de las nacientes guerrillas, liberales o
comunistas. Muy seguramente porque todos estos grupos insurgentes no tenían un
proyecto revolucionario sino un sentimiento de rebeldía pura, consecuente con
su vida explotada y olvidada.
Pero más allá de esto, los textos de Molano advierten
oralmente una distancia hacia la revolución: como si la emancipación del
trabajo no existiera. Lo cual puede estar constituido por una creencia y también
un afecto hacia un cierto tipo de capitalismo, también paternal, al estilo de
Alfonso López Pumarejo y la revolución en marcha. Porque, recuérdese, Molano,
como su familia, tampoco llegó a ser un militante del gaitanismo, ni un
gaitanista en el relato que reconstruía la memoria de los vencidos, muchos de
ellos gaitanistas.
Sin
embargo, el que Molano tomara la voz de la pobrería, de los explotados, aunque
no haya sido él mismo un subalterno pobre, ha sido un avance social para el
reconocimiento de este país hecho de travesías, paisajes y caminos sinuosos a
lomo de mula, en la trocha o en la canoa. Un país campesino diverso, olvidado
en la manigua, quebrado en su geografía, con climas tropicales y difícil de
concebir desde Bogotá; es esa misma realidad
precaria la que se niega a descomponer en los relatos de Molano. Entre
otras cosas porque lo que realza la pluma del autor, a parte del ser pobre, del
hombre simple con sus luchas y derrotas,
es también la inmensa y desbordante naturaleza que lo sobrecoge. El verde de
todos los colores, como diría el poeta.
En
los libros de Molano la naturaleza es también una protagonista muy colorida, no
es solo contexto o relato sin más. Porque ella, la naturaleza, también ha sido
violentada por la colonización, por la guerra, por la muerte de los hombres y las mujeres empobrecidos. Pobres,
violencia y naturaleza, tales son los tres elementos fundamentales de los
libros de Molano sobre las luchas y el éxodo campesino, en esta larga historia subalterna
de la colonización que aún no termina.
La
lección que sacamos de esta semblanza apretada sobre el sociólogo Alfredo
Molano Bravo es doble: sus aportes significativos a la crónica, a la historia,
a la memoria de los simples y, por otro lado, advertimos el límite que puede
tener su oralidad con respecto a la
praxis de los simples, en tanto revolucionarios, cuando rompen o intentan
romper con el sentido común dominante. En ese orden de ideas, la inquietud
intelectual de Molano puede ubicarse en el espacio de lo que se ha dado en
llamar los estudios subalternos. Por ello, Molano comparte un mismo
reconocimiento con respecto al sujeto subalterno junto con el también fallecido
historiador plebeyo Arturo Alape.
Molano
contempla, escucha y nos muestra las voces olvidadas de la histórica explotación
en Colombia. Y eso está muy bien. Pero la praxis política no es una voz
olvidada; ese vacío hace que nos preguntemos por ella, dándole un
reconocimiento histórico y político válido en las luchas del presente.
Por
eso preguntamos: ¿cómo aprender la praxis política de un cronista cuando él
reproduce con maestría la voz olvidada de los simples?, ¿esta voz del
subalterno se puede aprender en las luchas del presente?. ¿O la voz de los simples es solo
para la contemplación de ese pasado olvidado? ¿La memoria así construida puede
ser llamada praxis? Finalmente, ¿en la vida construida por la oralidad dónde
queda la praxis política, y qué lugar ocupa la revolución?
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