martes, 5 de noviembre de 2019


ALFREDO MOLANO BRAVO (1944-2019)
Juan Carlos García Lozano
Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Libre

N de la R: Tomado del blog SoloDemocracia

“Mi oficio de escribir se reduce a editar voces que han sido distorsionadas, falsificadas, ignoradas. No puedo escribir una línea que, de alguna manera, yo no haya vivido”. Estas son las palabras de Alfredo Molano Bravo en el discurso de aceptación al premio Simón Bolívar a la vida y obra del año 2016.  En ellas podemos encontrar claves del proceso periodístico de cuyo formato, en crónica y memoria,  fue pionero en Colombia.

La oralidad fue el instrumento utilizado por el autor en cuarenta años de escritura, tanto en sus libros como en sus entregas periodísticas, más en aquellos que en estos. Los simples, al decir del filósofo Antonio Gramsci, tienen una vida inscrita en la oralidad y con ella en la cotidianidad acrítica y ahistórica de sus días. Es el pueblo llano, es la pobrería rural y urbana. Molano lo sabía y al saberlo, fue diestro en la forma de ventilar esa realidad campesina en su escritura sociológica levantada en primera persona. 

De ahí sus premios y reconocimientos. De ahí sus méritos. Los mismos que lo hacen aparecer como perteneciente a un mundo por construir, como en el Macondo de Cien años de soledad, cuando la historia relatada por Gabriel García Márquez realiza el transito de la oralidad propia del colono campesino a la escritura del cronista, como también de la aldea olvidada a la ciudad pujante que todo lo puede. Molano se ubica en este Macondo.

La formación sociológica de Molano, volviendo con ella, hizo que el autor tomara en cuenta al sujeto social pueblo tal cual es en nuestro país: un sujeto precario, espontáneo, explotado y sin voz. Así ha sido la población campesina  mestiza, negra e indígena que puebla Colombia en valles, riberas y montañas.

El objeto de estudio de Molano, los simples, los campesinos, los colonos, los pobres, fueron capturados a partir de sus voces, su oralidad, que es tanto como decir, su folclore, los dichos, los mitos, las creencias. Y acompañándolo está también el sentido común que los constituye a todos por igual: precarios, contradictorios y espontáneos en la ruralidad. Molano entonces escribió sobre el sentido común del mundo campesino. Sus  relatos, entonces, son sobre el sentido común de los simples en un país violento y violentado cuya sociedad civil no logró construir una reforma intelectual y moral democrática para estos simples, emancipándolos de esa condición histórica de marginación y explotación. Para citar una novela de Arturo Alape fue una especie de historia olvidada sobre un cadáver insepulto.

Molano en sus muchos libros presenta la descripción del excluido, del pobre, de aquella voz distorsionada, falsificada e ignorada,  tomada en consideración para redimirla más allá de la oralidad, donde no se pierde la vivencia ni el mito y se gane legitimidad y belleza al tiempo. Pero solo en tanto voz, versión, palabra, relato. Su lugar en la crónica de algún capitulo de libro o en el reportaje del periódico capitalino enaltece esa voz, esa cotidianidad de los simples capturada a partir de la entrevista y reescrita luego por el cronista. Molano reivindica entonces al pobre, sintiéndose él mismo también un excluido golpeado por la historia.

Pero su condición ideológica, la de Molano, es de paternidad hacia ese pobre. Asume la voz del pobre como memoria, pero otra cosa distinta sería ese relato si tomara también la praxis política de ese sujeto empobrecido. La sociología de Molano captura la voz marginada, pero la praxis política del simple, del pobre, queda al margen en sus libros. Molano no se vuelve un revolucionario: se vuelve el cronista de las voces olvidadas. 
Este sentido paternal, suponemos, lo aprendió no en la sociología de Orlando Fals Borda, cuya condición con la religión protestante era manifiesta a partir del sentido común. Acaso Molano aprendió el espíritu paternal con la experiencia pastoral  del sacerdote Camilo Torres Restrepo. Pero también pienso que fue su vida familiar, básicamente la influencia de su padre, un hombre de carácter y figura antigaitanista, entregado por entonces a la labor de sus haciendas y a la producción de su riqueza. Fue él quien influyó más en el talante de Molano hacia los pobres. En estas haciendas de los cuarentas y cincuenta del Siglo XX sobreviene en Molano el trato con la servidumbre, y en general con los peones de su padre. Él mismo recuerda que viene de un orden de privilegios hacendatarios, donde él era tratado como el “amito”.
En tanto lector igualmente advertimos en la pluma de Molano un paternalismo hacia los simples, hacia ese pueblo bajo campesino, golpeado por la explotación y la violencia. Tal vez es un paternalismo curioso, la del buen hacendado hacia sus labriegos como en la novela Siervo sin Tierra de Eduardo Caballero Calderón. Molano fue aquel hombre que no logra romper con el sentido común que le vio nacer, el de la hacienda; y al no hacerlo, reproduce el espíritu cotidiano de la gran propiedad paternal buscando un orden de identidad, pero ahora en un ámbito popular, horizontal, traducido este como sentimiento popular hacia los simples.
Con Molano se responde la pregunta planteada por la filósofa hindú  Gayatri Spivak, ¿pueden hablar los subalternos? Molano, recordemos, siempre se sintió y vivió como propietario en el campo, en tanto era un letrado, instruido en el manejo de la palabra: propietario incluso del relato que entrega en la crónica. No era, claro está, un  hacendado tradicional, aunque tuviera  finca y reses en ella, aunque amara la tauromaquia.

Su espíritu cotidiano era otro: aquel trazado por las luchas sociales y políticas de los años sesenta del siglo XX, con los subalternos, en las calles, en la protesta universitaria. Un espíritu utópico, juvenil, sentimental, de la rebeldía que no llegó a ser del todo revolucionaria porque no logró hacerse a la dirección cultural; una suerte de praxis inconclusa vemos en la generación de Molano. No fue un comunista de partido, pero sí fue un hombre rebelde, como muchos en la Universidad Nacional donde se formó sociólogo al calor del tropel. Un inconforme más en una generación de inconformes, que expresaba aún hoy con sus tenis blancos ese modo de no pertenencia al orden de los propietarios, aunque lo fuera a su manera.

Volviendo a las crónicas en sus libros, más que en la prensa capitalina, Molano se rebeló contra el academicismo y con ello contra el centralismo del poder cachaco, siendo que era un bogotano por adscripción y cultura. Porque la oralidad de la que hablamos párrafos atrás, no hace parte del mundo académico ni de la sociología. No tiene, según se dice, validez científica, no se hace disciplina. Ese fue el cuello de botella que nunca le permitió titularse de doctor en Francia. A su manera, esta posición rebelde era con la que expresaba cierta desazón y distancia hacia la academia en los años definitivos de los sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado.
En cuanto a su formación ideológico-política, ya referimos su vida sociológica en el ámbito de la comprensión de los simples, caminando el país cual si fuera la práctica de un éxodo campesino que no termina. Nos falta entonces ahora su veta en la formación político-ideológica. 

Podemos asumir que  por sus crónicas, por sus posiciones en las últimas décadas ventiladas en los medios de comunicación y en los libros, no era un hombre socialista. Menos un comunista ni un marxista. Acaso por lo que él mismo refería con respecto a la vida cercana de Camilo Torres Restrepo, podemos inferir que en su juventud fue un cristiano revolucionario, en la protesta de masas tanto como en el auditorio enfebrecido.

 Un camilista, si se quiere, que no empuñó las armas como lo harían sus compañeros. No llegó pues a traducir su escepticismo con la praxis, haciéndose revolucionario, estando en la vanguardia de los movimientos. Se quedó, por el contrario, en la rebeldía: el pelo largo, los tenis blancos, pero también la crítica a la cuestión social, el problema campesino, la violencia política contra los simples; todo ello lo logró caminando a Colombia. Con la consiguiente escritura y los 27 libros que nacieron en estas travesías, en estas soledades.  

Relevante para el análisis de este sentido común tradicional que  Molano compartía con los pobres, con los hombres y mujeres de la parcela, es oportuno  reconocer que como intelectual pese a que fue  formado y guiado por Estanislao Zuleta en su juventud en Medellín, no se sumó a un proyecto marxiano, ni marxista ni anticapitalista. Ya hemos citado el por qué: la praxis política le era lejana.
En sus libros no se puede colegir que estemos leyendo un autor anticapitalista o  un revolucionario de la cuestión agraria, como cuando leemos los ensayos de Antonio García Nossa o al mismo Estanislao Zuleta, de claro acento marxiano. A Molano la teoría y el concepto, pareciera, le eran ajenos o cuando menos distantes. Fue parte de su rebeldía con la academia. Tal vez una suerte de rencor hacia la ciudad, tema puntual sobre el que escribió el profesor Rubén Jaramillo Vélez.

Molano como escritor era parco, como su propia voz también era pausado: mimetizaba su concepción de mundo con las voces de los simples, sus interlocutores.  Compartía con ellos, en efecto,  la protesta, la queja, la memoria de las violencias. Pero en estas voces heridas e indignadas nunca cobra vida política un proyecto revolucionario. Ni siquiera cuando Molano habla con sus alter egos sobre la conformación de las nacientes guerrillas, liberales o comunistas. Muy seguramente porque todos estos grupos insurgentes no tenían un proyecto revolucionario sino un sentimiento de rebeldía pura, consecuente con su vida explotada y olvidada. 

Pero más allá de esto, los textos de Molano advierten oralmente una distancia hacia la revolución: como si la emancipación del trabajo no existiera. Lo cual puede estar constituido por una creencia y también un afecto hacia un cierto tipo de capitalismo, también paternal, al estilo de Alfonso López Pumarejo y la revolución en marcha. Porque, recuérdese, Molano, como su familia, tampoco llegó a ser un militante del gaitanismo, ni un gaitanista en el relato que reconstruía la memoria de los vencidos, muchos de ellos gaitanistas.

Sin embargo, el que Molano tomara la voz de la pobrería, de los explotados, aunque no haya sido él mismo un subalterno pobre, ha sido un avance social para el reconocimiento de este país hecho de travesías, paisajes y caminos sinuosos a lomo de mula, en la trocha o en la canoa. Un país campesino diverso, olvidado en la manigua, quebrado en su geografía, con climas tropicales y difícil de concebir desde Bogotá; es esa misma realidad  precaria la que se niega a descomponer en los relatos de Molano. Entre otras cosas porque lo que realza la pluma del autor, a parte del ser pobre, del hombre simple  con sus luchas y derrotas, es también la inmensa y desbordante naturaleza que lo sobrecoge. El verde de todos los colores, como diría el poeta.

En los libros de Molano la naturaleza es también una protagonista muy colorida, no es solo contexto o relato sin más. Porque ella, la naturaleza, también ha sido violentada por la colonización, por la guerra, por la muerte de los  hombres y las mujeres empobrecidos. Pobres, violencia y naturaleza, tales son los tres elementos fundamentales de los libros de Molano sobre las luchas y el éxodo campesino, en esta larga historia subalterna de la colonización que aún no termina.

La lección que sacamos de esta semblanza apretada sobre el sociólogo Alfredo Molano Bravo es doble: sus aportes significativos a la crónica, a la historia, a la memoria de los simples y, por otro lado, advertimos el límite que puede tener su oralidad  con respecto a la praxis de los simples, en tanto revolucionarios, cuando rompen o intentan romper con el sentido común dominante. En ese orden de ideas, la inquietud intelectual de Molano puede ubicarse en el espacio de lo que se ha dado en llamar los estudios subalternos. Por ello, Molano comparte un mismo reconocimiento con respecto al sujeto subalterno junto con el también fallecido historiador plebeyo Arturo Alape.

Molano contempla, escucha y nos muestra las voces olvidadas de la histórica explotación en Colombia. Y eso está muy bien. Pero la praxis política no es una voz olvidada; ese vacío hace que nos preguntemos por ella, dándole un reconocimiento histórico y político válido en las luchas del presente.

Por eso preguntamos: ¿cómo aprender la praxis política de un cronista cuando él reproduce con maestría la voz olvidada de los simples?, ¿esta voz del subalterno se puede aprender en las luchas del  presente?. ¿O la voz de los simples es solo para la contemplación de ese pasado olvidado? ¿La memoria así construida puede ser llamada praxis? Finalmente, ¿en la vida construida por la oralidad dónde queda la praxis política, y qué lugar ocupa la revolución?

No hay comentarios.:

Publicar un comentario