sábado, 19 de julio de 2014

UNA POLÉMICA NECESARIA

DE LAS LETRAS A LA  POLÍTICA AMARILLA

Jairo Sandoval, basado en Washington, escribe esta diatriba bien fundada al hacer del último William Ospina, que ha sorprendido a no pocos que lo han leído, y han visto circular sus libros de historia novelada en las escuelas de Colombia, convirtiéndolo así en un profesional de la escritura. 

Pero, el que fuera discípulo de Estanislao Zuleta está siendo afectado por la política ambiente y los cálculos electorales, en promiscua vecindad con el Sanedrín del Centro Democrático, y su principal taumaturgo, AUV. Es esta la oportunidad para abrir una refrescante e instructiva polémica, que reedite los esfuerzos de Julien Benda, y potencie las contribuciones del Antonio Gramsci al estudio de los intelectuales aquí y ahora. N d la R.

La mente del autor se oculta  en sus escritos. La crítica la saca a la luz”. S. Gabirol
        Pa que se acabe la vaina”. Tal el título de la reciente especulación humanista semi-histórica sobre Colombia cerebrada por William Ospina (Ed. Planeta. 2013), cuyo timbre casero obviamente preludia reduccionismos episódicos o anecdóticos, en vez de severas penetraciones analíticas. La obra ciertamente contiene los esporádicos resplandores líricos propios de la consistente inspiración bucólica del poeta-autor, la armónica estilización de su fraseología y los audaces, bien que atmosféricos, saltos de imaginación en sus inferencias, descripciones y epigráficos argumentos. También la rica veta de asociaciones empáticas entre los sucesos reflexionados y el movimiento impresionista de sus mentefacturas. El filósofo vasco Miguel de Unamuno quería que los seres humanos no solo viviéramos en la historia, sino que viviéramos la historia. La lesión que percibo en Ospina es que aunque los colombianos hemos vivido hasta el pomo en la historia, el autor no nos asiste con clarividencia empírica en aquello de “vivir la historia”, es decir, de evaluárnosla de tal manera que entendamos con precisión cartesiana la fatalidad de lo sucedido, su porqué y su respuesta. La siguiente es mi explicación a tan doliente falla:  
   El aspecto heurístico (i.e., la orientación inicial, primigenia) del trabajo aludido no es lo suficientemente macanudo para acomodar un andamiaje deductivo susceptible a la investigación y propicio a la verificación científica de la cruenta, irracional, situación social de Colombia. No que la historia habitualmente narrativista, circunstancial, a que se suscribe Ospina deba eludirse. Sino que esta suerte de labor histórica no científica -- que los filósofos Charles Collingwood y Benedetto Croce denominaron “historia romántica” --, de cuya morfología fueron cultores en el país figuras letradas como Germán Arciniegas, eclipsó por décadas el limitado horizonte cognitivo de la historiografía nacional, con resultados desastrosos. Por cuya razón lo sustantivo del momento actual es precisamente la elaboración de estudios históricos henchidos de racionalidad crítica. Dígase, embovedados bajo una epistemología (i.e.,una teoría de conocimiento), bajo alguna estrategia de análisis de las consagradas como científicas en el orbe académico mundial, por ejemplo, el ‘positivismo lógico’, o el ‘operacionalismo’, en fin, el ‘materialismo cultural’, o el ‘histórico’. Son decenas los sistemas de indagación social a que puede (y suele) suscribirse un severo cultor moderno de la historia o la sociología.
   Hoy resulta anacrónico el merodeo inquisitivo escuetamente elegíaco y nostálgico sobre las cuitas sociales del pueblo, por ejemplo este himno obsoleto e irrespirable: “Don Tomás  [Rueda Vargas] concibió la historia patria como una experiencia personal que se había incorporado a su conciencia más con el carácter de un sentimiento vivo que con el de una muerta función intelectual”. (Eduardo Caballero Calderón, discurso de recepción en la Academia Colombiana de la Lengua. 1944). Una apropiación así de clasista, usurpatoria y fraudulenta del “relato patrio” (aún hoy imitada) falsifica y trastrueca de facto el significado de la historia colectiva de los colombianos.
   La obra de Ospina ciertamente se recrea en lo épico, cita lo trágico, irrumpe con airada sensibilidad  en esa cruel realidad nacional por todos los colombianos sentida y por tantos sufrida. Y aunque justamente fustiga la insensibilidad y las felonías de unas “élites”, “castas”, “burguesías”, “dirigencias” -- encubiertas por una Iglesia cómplice y abrigadas por unas Armas estatales venales o anti ciudadanas --, lo evidente es la vena subjetivista o acrítica que elude la revelación de las causas eficientes, últimas, de la distopía nacional. Ospina esta signado por la misma toxina mental que inficiona a una parte mayoritaria de mundo académico-social colombiano: subestimar, en casos negar, la existencia del violento dominio de clase de las hegemonías nacionales. Ospina ofrenda una aceptable letanía lamentativa de los factores inherentes al abuso hegemónico de clase, pero insinúa una escatología (i.e., un sondeo de realidades últimas) michicata. Aquí aplica el pungente aforismo del famoso historiador belga Henri Pirenne (1862-1935): “Sin hipótesis y síntesis la historia es puro anticuarianismo, sin crítica y erudición es pura fantasía”.   
   Y ¿Por qué la obligatoriedad del debate sobre las clases en Colombia? Porque el libre juego de las fuerzas económicas en regímenes productivos-distributivos de mercado (como el colombiano) lleva inefablemente a la formación de grupos humanos contrapuestos según sus respectivas actividades, intereses y  beneficios. Una vez concientizados, estos grupos integran las clases sociales que entran irremediablemente en insaciable y desnivelada competencia por  la satisfacción de los factores fundamentales y más batallados de la vida personal, los económicos. Las clases asalariadas pasan a servir, la propietaria a acumular utilidades. Y ningún analista social comprometido podría eximirse de entender tan básica y desequilibrada simbiosis, ni de hacer uso inferencial de ella y externar su mecánica. “El intelectual tomado como el componente pensante de una clase [social] es un elemento clave en la explicitación de la conciencia de clase”.  Theotonio  Dos Santos, “Concepto de clases”, Ed. Horizontes.  
   William Ospina dispuso de una magnífica oportunidad para analizar el concepto de clases en su obra “En busca de Bolívar” (Ed. Norma. 2010), y sólo lo vislumbró: “…las plutocracias se apoderaron del Continente [suramericano] y el interés de […] indígenas, de esclavos, de campesinos, quedó subordinado a los intereses de las élites”, textualizó. Sí, claro, el poder español se engrandeció en Colombia al tenor del brutal dominio de clases (¡no de élites!), del peninsular sobre los oriundos. Aún más, desde que el “conquistador” hidalgo empañetó al indígena (“La pólvora contra los indios es incienso para el Señor”), y desde que ese hidalgo fue legando a descendientes aristocráticos el monopolio de la riqueza, estas rancias genealogías, ya independientes, riñeron por el gobierno, hasta nuestro tiempo sanguinario: “¿Quién contendrá las clases oprimidas?”, quid de Bolívar a Páez, en 1826). Mejor dicho, ayer como hoy, y desde siempre, Colombia ha sido propiedad inalienable de una sola, única, clase social. O mejor: El país nunca ha hospedado un sistema practicable de clases; el país ha padecido siempre una dictadura de clase.  
   Concluyo: Algo insólito se decanta últimamente en el maremágnum nacional consonante con lo especioso de las caóticas relaciones sociales de producción contemporáneas. Se trata de los espasmos de una nueva formación de clase entrando a rivalizar con la hegemónica ancestral, tal como lo representé en un artículo publicado el año de 2011 así: “Y esta conflagración entre gobiernismo y uribismomaniqueo obedece real y necesariamente a la progresiva evolución delantagonismo inmanente entre: a) la clase social de las hegemonías tradicionales, con Santos al frente, y b) una subclase emergente, timadora y pleitista que trinca riquezas y espacios mediante la violencia y el delito público, impelida a operacionalizar su poder, con Uribe a la cabeza”. El montaje actual del “Centro Democratico” confirma la premonición. Flaco sería el servicio de los científicos sociales que, como Ospina escritor, recelen capotear tan inquietante minotauro social. 
Jairo Sandoval Franky, Washington DC
..

No hay comentarios.:

Publicar un comentario