ANTIMODERNISMO Y POSTHUMANIDAD.
LA DOBLE SAGA DE PYNCHON Y GARCÍA
MÁRQUEZ
Miguel Angel
Herrera Zgaib
En medio
del caos ambiente, en el tiempo “mágico” de la semana mayor, se produjo la
muerte intempestiva, por esperada, del más genial narrador colombiano del siglo XX, Gabriel
García Márquez, en ciudad de México, donde primero encontró la gloria
literaria.
Allí obtuvo luego refugio de la persecución política desatada
por el presidente Julio César Turbay Ayala, a través del engendro autoritario,
el infame “estatuto de seguridad” con el cual se persiguió, encarceló y torturó
a la izquierda, y se castigó la osadía de la guerrilla de M-19, por el “robo”
de las armas del ejército nacional sustraídas del Cantón Norte.
Con este difunto
ilustre como el que más, quiero ensayar un conversatorio, o quizá, un
paralelismo con otro escritor que lo sobrevive y admiró, Thomas Pynchon,
pensándolos a los dos, sus ejemplares trayectorias en el doble horizonte del
antimodernismo y la post-humanidad.
Los pasos recobrados
Antes de marcharse de este mundo, Gabo hizo un viaje ritual a la
semilla. Viajó en forma triunfal, con su mujer, en tren hasta reencontrarse con
Aracataca/Macondo de donde había partido sin volver la vista atrás. Era el
lugar encantado por sus abuelos, donde todo comenzó para él, y en un cierto
sentido también para la Colombia que reinventó, la que conocemos y padecemos.
Vino como el hijo pródigo a un territorio y una gente atravesada
en el corazón por una paz mal curada. Una conciencia “engusanada” por la
soledad de una guerra que acaba de cumplir cien años, de la que casi nadie
tiene memoria, porque ha resucitado más de una vez.
Era el año 2007. Gabriel García Márquez había desaparecido
como autor, se descentró de su circunstancia cotidiana al cumplir los 80 años.
Se enteró la familiar, y, en primera persona, su mujer, Mercedes Raquel Barcha
Pardo. Unido a ella desde que era un mozalbete enamorado y despistado. Fruto de
un conjuro que nadie desató, luego que la conoció en Magangué. Ella tenía 9
años, y él estaba a punto de irse a estudiar a Zipaquirá, sacando provecho de
una beca que le consiguió su madre, Luisa Santiaga, para rescatarlo de la
modorra pueblerina.
La pareja combinó de manera imborrable su desarraigo. Se
hicieron cómplices en una alegría creativa de puertas para adentro. Vivieron
riéndose del poder, de todo y de todos, con ironía y sarcasmo; como si por
intuición conocieran las claves del
cuento de ser colombianos, siendo los habitantes anacrónicos de Macondo/Aracataca/Magangué.
A Mercedes, el pichón de escritor de ojos tristes le juró
fidelidad a la manera costeña, enamorando a cuantas pudo por el camino del
encuentro definitivo. Empezó míticamente con los afectos y cobijo de las que
llamó mis putas tristes, y continuó sus amoríos de ocasión en inquebrantable
fidelidad hasta que marchó en cuerpo y alma de este mundo en compañía de
Remedios lejos de una tierra sin remedio aparente.
Pero antes, casi en secreto, Gabo resolvió, máquina en
ristre, el misterio propuesto por un paria de su propia estirpe y diferente
prosapia. Argentino para más señas, Jorge Luis Borges, quien en uno de sus cuentos memorables, asaeteado por una
vestal escandinava, Ulrika, nos espetó la sentencia: ser colombiano es un acto
de fe, o algo así.
Gabo, del poder se burló hasta que perdió la memoria, pero
convivió con él. Y le sacó provecho siempre que pudo, por nobles causas, masticadas
en las angustias del 9 de abril, que lo trajo de vuelta al Caribe del que había
partido. Lo recordaba, un amigo
contradictorio y enigmático Plinio Apuleyo Mendoza, en el especial de
televisión del sábado de semana santa.
La anécdota era una llamada del presidente Santos para su onomástico
80. Entonces el escritor ni supo con quien hablaba. Gabo perdió la “memoria
corta”; y poco, casi nada, lo importunaban ya los nuevos mejores amigos.
Alejado de los heraldos negros del poder y la soledad, incoloros e
insoportables se preparó para morir, pero dejó una novela prácticamente
terminada que pronto publicarán la familia y su albacea literario.
Encuentro lejano y
descentrado
“Cervantes es el representante del Renacimiento, de la
decadencia de España, y Gabo, de la posmodernidad, de la llegada de América
Latina a los horizontes globales.” Gerald Martin, conversación telefónica, en
ET, 20/04, 2014, p. 2.
Al otro lado de la falsa frontera americana, arriba del Atlántico,
allende del Caribe, otro escritor invisible, Thomas Ruggles Pynchon Jr.,
borrado de la cotidianidad por voluntad propia. Nació en un paraje de Nueva
Inglaterra, en Glen Cove, Long Island (New York), diez años después que Gabo,
el 8 de mayo de 1937. Ha seguido con cuidado y confesa delectación la
trayectoria de su hermano costeño. Es su alma gemela, por diferente, durante
una buena cantidad de años. Lo sobrevive escribiendo con rabiosa lucidez sobre
Estados Unidos y su circunstancia posthumana.[1]
Ambos se dedican a conmover con cargas de profundidad
creativa, sintomal, la decadente república de las letras modernas. Porque García
Márquez y Pynchon han batido con laboriosa filigrana la pócima
que desentraña, disuelve los misterios incestuosos y asesinos de la modernidad
domeñada por el capital, neutralizando casi todos sus conjuros.
Bajo la doble impronta
de la anti-modernidad y la posthumanidad, los dos reinventan, cómo no, la
narrativa, con sus genialidades, en procura de un precioso punto de fuga. Ellos
recuperan en sus polifonías, la sensibilidad borrada de los muchos, blandiendo
el sentido común de la oralidad subalterna, en sostenida rebeldía contra lo
estatal existente con descargas de ironía y sarcasmo pantagruélicos.[2]
Las dos trayectorias arrancan, nacen alimentándose de la
modernidad sembrada y cosechada en el comercio con las letras norteamericanas,
casi autodidacta el uno, y el otro sacando provecho de la rica y liberal
educación superior estadounidense. Se apropian con maestría, se hacen diestros
en lo que Marshall Berman distinguió como el modernismo literario, a través de
un listado de grandes obras, que incluye El manifiesto comunista. En esa
dodecafonía, flanqueada por decadencia y rebeldía suma, los dos encuentran sus
claves literarias en el trajín de la
poesía, a la par con la contemplación y la escucha inagotable del mar.
La disputa con la modernidad del sujeto individuado, antes
todopoderoso, ahora fragmentado es saldada literariamente con la energía del
inconsciente de los dos artistas. Madres todopoderosas son la piedra de toque,
sumergidos en la tempestad de paternidades ausentes, para que sus palabras
singulares no se ahoguen en la errancia.
El rito iniciático de Thomas Pynchon se cumple expurgando el poema libro del modernista
Thomas S. Eliot, The Waste Land, mientras Gabriel García Márquez hace lo propio,
primero, a través del contacto poético anacrónico con España, con la poesía de
la tardía ilustración, leída a ritmo de tranvía hasta la catástrofe del 9 de abril de 1948, que puso
fin a su peripatetismo sobre rieles en la soledad fría de la sabana de Bogotá.
El estudiante provinciano, viviendo en una pensión de
tercera, escanciaba recuerdos infantiles leyendo poesía. Imaginaba, tejía
mundos entre la calle 72, el barrio Chapinero, en extremo el norte, y Las
Cruces, el habitáculo de la pobrería en el extremo sur. Era el espacio social
de la Bogotá del medio siglo pasado.
Gabo había sido iniciado antes su lectura poética en comercio
literario con un maestro libertario, en el Liceo nacional de Zipaquirá. Aquí
vino a parar aquel calentano arrancado por decisión materna del Liceo Celedón,
en la ardiente y húmeda Santa Marta, con sus fantasías y amores juveniles. Así
está escrito en el único de tres volúmenes prometidos de sus Memorias: Vivir para contarla.
El caribeño trasterrado, transplantado de repente a la atmósfera gris, envuelto en la negra rutina que interrumpía
con sobresaltos la algarabía de la república liberal, convivía con el orden impuesto
por “orejones” de tercera. Ellos habían
fabricado una independencia a medias, al independizarse de España.
Así las cosas, Gabo habitaba una modernidad contrahecha. En
fuga existencial, pronto se hermanó, encontró un alma gemela en la obra del
checo Franz Kafka. En aquella lectura
deslumbrante descubrió, desenmarañó su vocación de escritor, recuperando el
sentido común, la fantasía de una resistencia preñada de religiosidad popular,
donde Cervantes fue también su gran maestro. Aunque muy poco haya dicho al
respecto, que se sepa.
Descubriendo la Otredad
“En lugar de interrogarse (el abyecto) sobre su “ser”, se
interroga sobre su lugar: ¿Dónde estoy?, más bien que ¿Quién soy? Ya que el
espacio que preocupa al arrojado, al excluido, jamás es uno, ni homogéneo, ni
totalizable, sino esencialmente divisible, plegable, catastrófico…Constructor
infatigable, el arrojado es un extraviado. Un viajero en una noche de huidizo
fin.” Julia Kristeva.[3]
La singladura del marino Thomas
Pynchon, sus veinticuatro horas de revelación en la procelosa búsqueda de sí
mismo, según lo registra el español Collado Rodríguez, tuvo también que ver con
otros dos exploradores del modernismo, quienes confluyeron en el año 1922 con
Eliot, Ludwig Wittgenstein, y su obra, el Tractatus
lógico-philosophicus, y James Joyce,
autor de Ulysses, un monólogo interior con el mundo en la intemporalidad de un
solo día.
El arranque narrativo de los
dos escritores son los cuentos. Thomas Pynchon lo hace escribiendo The
Small Rain, que publica en la revista The Cornell Writer, en marzo de 1959,
después que se ausentó de la
universidad, para pagar el servicio militar en la marina entre los años 1955 y
1957.
Antes Pynchon estudió la secundaria en la escuela pública
de Oyster Bay, en Long Island. Allí, entre otras cosas, él fue parte del
Spanish Club, y obtuvo altas notas que le permitieron luego ingresar a Cornell.
En esta universidad de la Ivy League comenzó ingeniería física. Pero, al regresar
de la marina reorientó el estudio hacia un BA en inglés, en el College of Arts
and Sciences. Entonces Pynchon entró en
contacto con la enseñanza de Vladimir Nabokov, quien no lo distinguió con su recuerdo.
Un segundo cuento, Mortality
and Mercy in Vienna lo publicó en Epoch
durante el mismo año. Es el único texto que excluyó luego de la compilación Slow Learner aparecida en 1984, cuando Pynchon era narrador
consagrado en el circuito anglo-sajón.
Después hubo otras dos piezas importantes, Low-Lands, y, particularmente una,
Entropy que publicó también en 1960, en Kenyon
Review. Esta es una pieza fundamental,
porque en ella descubre claves de su novelística madura.
Sin embargo, será otro cuento, una suerte de novela corta,
diría yo, Under the Rose (1961), el que lo dispuso en definitiva para
ensayarse en la cacería mayor, la novela V.
Este es ya un escrito con la marca inicial de la mítica letra que lo
acompañará. Ella hará el papel de Macondo en la geografía de ficción y realidad
de García Márquez.
La primera narrativa
La primera narrativa
La primera narrativa de Pynchon como la de García Márquez
abunda “en imágenes de desolación, lluvia, amor y muerte pero también un primer
estudio del lenguaje como elemento a la vez categorizador y metafórico.”[4]
Los primeros cuentos escritos por GGM aparecieron reunidos
bajo el título Ojos de Perro Azul (1947),
y entre ellos está La tercera resignación,
el relato de un muerto que dentro de su ataúd pasa un cuarto de siglo negándose
a morir:
“Recordó que había llegado a mayor de edad. Tenía 25 años y
eso significaba que no crecería más…La pasó muerto. (…) La última noche la
había pasado feliz, en la solitaria compañía de su propio cadáver.
Pero estará ya tan resignado
a morir, que acaso muera de resignación.”
El cuento fue publicado
en el No. 80 de Fin de Semana, de El Espectador, a cargo de Eduardo Zalamea
Borda. Él anunció allí, aquel día el descubrimiento de un escritor excepcional.
Le pasó lo contrario que a Guillermo de Torre (1900-1971),[5] el crítico literario de
editorial Losada, quien recibió unos años después el manuscrito de La Hojarasca (1950), una novela corta.
Gabo recuerda el episodio en el reportaje sin preguntas, que
durante tres días concedió al novel periodista Daniel Samper en 1968.[6] Aquella carta condenatoria
de Guillermo decía: “no solamente que el libro era impublicable, sino que el
muchacho que lo había escrito no tenía porvenir.”[7]
Aquella novela, escrita por Gabo al filo de sus 22 años,
mientras era reportero de El Heraldo de Barranquilla, la publicó por su cuenta
en editorial Zipa, Bogotá en 1955. La anécdota es que fue Samuel Lisman
Baum el editor fracasado:
“Abrí la gaveta del escritorio y le di el joto como estaba. A
las pocas semanas me llamaron de la editorial Zipa … me dijeron que estaba
listo el libro, pero que el editor se había perdido y yo tenía que pagarlos. De
manera que me tocó ir con varios libreros…y convencerlos de compraran cinco o
diez ejemplares cada uno”.[8]
A partir de La Hojarasca
La
Hojarasca, con la
peripecia narrada, es la continuación promisoria, alucinante de la saga que
empieza con el cuento Monólogo de Isabel
viendo llover en Macondo (1947). Entre los dos ejercicios se devela el universo en construcción de su
obra mayor. Aquí aparece el coronel Aureliano Buendía, luego que el banano ha
caído en desgracia, quien se enfrenta en Macondo a todo el pueblo que rehúsa
enterrar al médico francés que decidió suicidarse en un pueblo pacato y
sometido a un rancio catolicismo. Con el coronel viven su hija, Isabel, objeto
del primero de los cuentos, y su nieto de 11 años.
Al escribir esta novella, Gabo confronta el dogmatismo,
dentro de la obra escrita, y por fuera el de sus amigos comunistas: “Tenía la
convicción de que toda buena novela debía ser una transposición poética de la
realidad (…) mis amigos militantes me crearon un terrible complejo de culpa. Es
una novela que no denuncia, que no desenmascara nada.”[9]
Se estaba perfilando
un nuevo Quijote/Cervantes de las letras colombianas. Este creador
adquirió entidad propia, estatura universal en otro relato corto, una pieza
maestra, de la cual habló también en el memorable reportaje de Daniel Samper,
así:
“Terminé el libro en 1957, en París, y le mandé los
originales a Germán Vargas para que los leyera y me contara cómo le habían
parecido. Pero Germán se los dio a Jorge Gaitán Durán sin que yo supiera, y este los publicó en la
revista Mito.”
Este cuento magistral es la joya más preciada de su corona
literaria que desembocará en Cien Años de Soledad. Luego, el propio Gabo
realizará un viraje mayor, un nuevo experimento literario, El Otoño del Patriarca, que marcará su trayectoria consagratoria como poeta en todos los géneros, reiventándose, y
honrando la memoria literaria de José Eustasio Rivera, autor a principios del
siglo pasado de La Vorágine. En el
entendido de explorar las raíces de nuestra soledad centenaria.
El encuentro con Europa
García Márquez, varado en
París como corresponsal de El Espectador, toda vez que el periódico había sido destruido en Bogotá, por orden del
dictador Gustavo Rojas Pinilla; quedó aliviado de corresponsalías por un buen
rato; asediado por las deudas en la casa que lo alojaba desató su imaginación
portentosa.
El propio escritor recuerda la gran productividad que
despliega por aquellos años entre 1950 y
1959. Gabo lo recuerda: “…había escrito los cuentos que componen Los funerales
de la Mama Grande y la novela Mala Hora.
Esta última rodaba por ahí, en un rollo, me acuerdo mucho, amarrado con una
corbata azul a rayas amarillas. En el 59 me casé, y Mercedes resolvió ordenar
mis cosas.”[10]
Desde esas fechas, a la manera de Penélope, Mercedes desata
la corbata azul, y cuida, libera de la
tiranía de las pequeñas cosas al
escritor que madura la obra cumbre de su vida, donde capta en el destino
prosaico, heroico y cómico de su familia mítica, la nación contrahecha que es
Colombia.
Parado como un coloso de Rodas tropical, entre dos lejanías,
Europa y Mesoamérica, molida esta madurando su creación, la épica del siglo
diecinueve colombiano, Cien Años de Soledad, trasustanciada en la prosa poética
de Juan Rulfo, circulando a través de los vasos comunicantes de la mejor
literatura norteamericana libada, gozada con sus amigos de La Cueva, bajo la
docta, bondadosa guía de Ramón Vinyes, y el volcánico temperamento del cabellón
Cepeda Samudio, cultor del cuento, la novela corta y el periodismo de la mejor factura.
Así se empolla nuestro único premio nobel,de quien nos
despedimos en el año que se extingue, sin importar las ceremonias de cartón y
los alabados de la basílica.
[1]
Es una expresión cosechada del trabajo
crítico de Ihab Hassan. Lo posthumanista
corresponde al “proceso de suplantación
del sujeto de conocimiento típicamente renacentista/burgués por el
ideológicamente inestable ser/no ser contemporáneo.” Ver Collado Rodríguez,
Francisco (2004). El orden del caos:
literatura, política y posthumanidad en la narrativa de Thomas Pynchon.
Universitat de València, p. 53.
[2] Collado Rodríguez,
Francisco (2004). El orden del caos:
literatura, política y posthumanidad en la narrativa de Thomas Pynchon.
Universitat de València.
[3] Ver Poderes de la
Perversión. Siglo XXI. México, p. 16. ( Original: Pouvoirs de l´horreur, 1980)
[4] Collado Rodríguez (2004),
op. cit.,p. 18.
[5][5] De Torre fue fundador de la
editorial Losada, y se casó con Norah, la hermana de Jorge Luis Borges. Fue
animador del Ultraísmo, y de la Gaceta Literaria, revista principal de la
Generación del 27; a la vez que un
destacado crítico literario y artístico, quien después de Madrid fijó su
residencia en Buenos Aires donde falleció.
[6]
Daniel Samper publicó el reportaje que hizo a Gabo en Barcelona el El Tiempo el 22 de diciembre de 1968.
[7] Ver El Tiempo, ET. Bogotá, 20/04/2014, p. 5.
[8]
O. c., ídem.
[9]
Ver ET, 20/04/14, p. 20.
[10]
O. c., El creador de Macondo, p. 5.