martes, 26 de julio de 2011

Ahora incluimos la segunda parte del artículo publicado por CEPA en respuesta a la reflexión propuesta por el profesor investigador Medófilo Medina, exmilitante de la Juco, a propósito del intercambio epistolar sugerido por éste con las Farc-ep. A lo cual se añadió la entrevista realizada por M.I. Rueda. N d la R.

Diferencias a la hora de definir una ruta hacia la paz


La Sudamérica del postconflicto y extrapolaciones inexactas a
Colombia:Es efectivo lo que plantea el profesor Medina de que todos
los países mencionados pasaron por experiencias insurgentes que
encontraron término. De ahí, se desprende el argumento de que si la
insurgencia colombiana depusiera las armas, tal vez cabría la
posibilidad de que, a mediano o aún corto plazo, la izquierda pudiese
convertirse en una alternativa de gobierno en Colombia.

Tal
apreciación, en nuestra opinión, ignora las condiciones reales de la
lucha en Colombia. Primero, porque aún cuando todos estos países han
tenido experiencias guerrilleras, éstas han sido cualitativamente
diferentes al caso colombiano: han sido experiencias foquistas, y no
han surgido como la insurgencia colombiana de autodefensas campesinas.

Los conflictos armados en esos países fueron relativamente marginales,

no afectaron de la misma manera la estructura social del país ni los
conflictos tuvieron raíces tan profundas como en Colombia. Las
consecuencias de esto son casi obvias, porque un verdadero proceso de
paz en Colombia requiere de cambios sociales de tipo estructural,
mucho más profundos que en los otros países.

Colombia no es, y no será jamás, Porto Alegre. La comparación del
futuro de Colombia tras un proceso de negociaciones que no fuera mucho
más que la desmovilización de la insurgencia, no es válida con otros
países sudamericanos, sino más bien con la situación de Guatemala o
del Salvador, ejemplos poco alentadores en los que, paradójicamente,
la violencia es hoy peor, en época de paz, que en tiempos de guerra
civil.

¿Es la paz equivalente a la mera desmovilización?:

Cierto es que el
profesor Medina no plantea en su carta que un eventual proceso de
negociaciones sea poco menos que una desmovilización como ocurrió en
Centroamérica en el período 1992-1996. Dice claramente que, debido al
innegable apoyo que la insurgencia tiene en ciertos sectores del país,
no es realista que el movimiento guerrillero “acepte poner fin al
conflicto interno mediante el trámite de una simple reinserción”
(subrayado nuestro).

Sin embargo, pareciera que estas afirmaciones son

sólo retóricas, puesto que la evaluación que hace de las “señales de
paz” del gobierno como suficientes para que sea la insurgencia la que
acepte poner fin al conflicto (ie., desmovilizarse), nos deja con la
sensación de que la paz a la que él se refiere, no requiere de
transformaciones en realidad estructurales –las cuales son postergadas
ad infinitum: “la salida negociada del conflicto no significará el
cumplimiento automático de los cambios, pero sin duda contribuirá a
crear las condiciones para que la gente luche por ellos de manera
políticamente más efectiva y humanamente más constructiva”.

Por
ninguna parte se menciona el desmonte de la estructura paramilitar del
Estado, ni la reforma agraria, ni el modelo de desarrollo económico
intrínsecamente antisocial y violento patrocinado por el bloque en el
poder, temas que, entre otros, deberían ser puestos en el centro de un
debate que no involucre solamente a los sectores en armas, sino que,
entendiendo que estamos ante un conflictosocial y armado, deberían
incluir al conjunto de la población, en un verdadero diálogo nacional
sobre qué tipo de país se quiere construir.

El hecho de que la presión
del profesor Medina se aplique solamente a la insurgencia, como si de ella fuera la única que dependiera poner fin al conflicto, demuestra hasta qué punto la jerga de solución política en este caso equivale a
mera desmovilización.

Incluso, la carta está planteada en clave de “nosotros los que
apostamos a la solución política”, como si eso supusiera que la
FARC-EP no está por la negociación política. De hecho, ha sido una
constante de la insurgencia estar dispuesta al diálogo, y aún cuando
cometió más de un error en la época de las negociaciones de San
Vicente del Caguán, no cabe duda que negoció de mucha más buena fe que
el Estado, que mientras negociaba, alimentaba a la peor maquinaria de
muerte de toda la historia colombiana (las AUC) y preparaba la
profundización del conflicto al reforzar la presencia de los Estados
Unidos, mediante el Plan Colombia.

No creemos que la oligarquía y sus representantes en el Estado, vayan
a cambiar de corazón de la noche a la mañana. De esto se desprende que
la presión fundamental por una solución política a un conflicto que no
tiene solución real en términos militares, deba ser primordialmente
ejercida hacia el Estado, y que la ruta hacia la paz sea una ruta en
realidad de lucha popular, en la cual se requerirá la clarificación de
esas transformaciones estructurales necesarias para lograr una paz
distinta a la de los cementerios.

Eso exigirá niveles importantes de
movilización por parte de la sociedad y las organizaciones populares, y más aún, requerirá de un nivel de articulación de propuestas y proyectos que desde ya permitan delinear una visión alternativa de
país. Tarea nada fácil, porque tendrá necesariamente que realizarse
mientras se resisten los embates de la guerra sucia.

El conflicto social y armado… ¿es la excusa?

Según el profesor Medina, la persistencia del conflicto social y

armado es la “excusa” que utiliza el bloque en el poder para saquear,
abusar y mantenerse en el poder: “Es evidente que los señores de la
guerra, los paramilitares amparados por sectores de las Fuerzas
Armadas y otros actores legales o ilegales opuestos al interés de los
trabajadores y de las fuerzas democráticas se benefician de maneras
muy distintas de la existencia y la prolongación del conflicto interno
en contravía de los cambios que las FARC se propusieron desde su
creación. Hay en especial razones para pensar que el fenómeno Uribe se
gestó en el contexto del con razón llamado ‘síndrome del Caguán’, un
fenómeno político – emocional que arrastró a la mayoría de la opinión
y la puso en manos de la extrema derecha.”

Es cierto que el bloque en el poder, esa alianza de
narco-paramilitares, gamonales y empresariado urbano, se ha
enriquecido enormemente con la guerra, la cual ha utilizado como un
mecanismo de acumulación de Capital. No es difícil comprobar que en
los momentos de profundización de la guerra, como el actual, aumenta
la concentración de la riqueza y de la tierra, se incrementan las
desigualdades, y crecen los indicadores macroeconómicos, como
expresión de un modelo capitalista mafioso sui generis.

Pero plantear la cuestión en los términos en que Medina lo hace, es
poner la historia colombiana de cabeza. Porque la guerra no la inició
la insurgencia, ni las FARC-EP, ni el ELN, ni otros movimientos que
han existido. La guerra la inició la oligarquía colombiana con el
temprano uso de bandas de pájaros y sicarios, para amedrentar al
incipiente movimiento sindical y campesino desde los años ’20 del
siglo pasado, cuando el movimiento insurgente ni siquiera era un
proyecto en mente de nadie.

Eso se hizo en diversos lugares del país,
donde campesinos, colonos, aparceros y los nacientes trabajadores asalariados empezaron a luchar por mejorar sus condiciones de vida y de trabajo, y las clases dominantes enarbolando un anticomunismo visceral, que nunca han abandonado, masacraron a los sectores
populares en diversas ocasiones, siendo el caso más tristemente
célebre el que sucedió en las bananeras en 1928.

Y esta guerra contra
el pueblo se profundizó después de 1946, ante la presión por tierras en el Eje Cafetero y otras zonas del país. En respuesta a ello, nace
el movimiento guerrillero campesino, como una forma de defensa ante
las atrocidades cometidas por los lacayos del conservadurismo. De ahí
en adelante la historia es conocida y no es necesario ahondar
mayormente en ella.

Por tanto, suponer que si desapareciera la insurgencia, desaparecería
la “excusa” de la oligarquía para desplazar y asesinar, no es
solamente una ingenuidad, sino que es una falta de sentido histórico.
El bloque en el poder no necesitó la “excusa” insurgente para regar de
sangre el campo colombiano en 1946. Los tiempos son otros, es verdad,
pero la impunidad y la frialdad para masacrar por parte de los
sectores en el poder, se mantienen como una constante.

Lo que es importante señalar es que la existencia del movimiento
insurgente no deja de representar un cierto freno a los designios de
ese bloque en el poder. La presencia de la insurgencia es la amenaza
más importante a la “confianza inversionista”. Una de las razones por
las cuales el gobierno de Santos está buscando por todos los medios
terminar con el conflicto armado, es para dar vía libre, sin
contrapesos ni frenos de ninguna clase, a la locomotora del Plan
Nacional de Desarrollo, que entrega buena parte del territorio
nacional al sector agroindustrial y minero-extractivista.

No es
exagerado decir que si el día de mañana desaparece la insurgencia, sea
por derrota militar o por desmovilización, quedarán servidas todas las condiciones para el completo arrasamiento del campesinado de la faz de Colombia. Este es el principal objetivo que busca la oligarquía colombiana, como se observa desde hace tiempo y se reafirma con la expropiación de tierras y la expulsión de millones de campesinos de sus territorios ancestrales, en donde se fortalecen los viejos y nuevos terratenientes, con la activa participación del Estado y de los militares: esta es la contra-reforma agraria que se impuso a sangre, fuego y motosierra en los últimos quince años.

Olvidar este aspecto
tan fundamental de la guerra en Colombia es creer, de manera ingenua u optimista, que la guerra que se libra no tiene ninguna base objetiva y no estaría relacionada con una política de tierra arrasada, no sólo con respecto a la insurgencia, sino con relación a los campesinos, vistos como incómodos obstáculos en el proyecto de “modernizar” el agro por la vía de la transnacionalización.

No por casualidad el
paramilitarismo ha operado en la forma como lo ha hecho, recurriendo al crimen y a la persecución de todos los que han sido considerados
como enemigos de la oligarquía, pero con especial sevicia contra los
campesinos e indígenas.

Insistimos: aún cuando la oligarquía ha sabido enriquecerse también
mediante el conflicto, no nos cabe ninguna duda que ella preferiría
deshacerse de cualquier forma de resistencia, sea civil o armada… lo
cual no significa que estaría dispuesta a renunciar a la violencia[2].
Esto lo planteó de manera meridianamente clara el comandante del ELN
Pablo Beltrán cuando dijo en una entrevista: “El debate no es si la
guerrilla sigue o no sigue, sino, si la élite va a dejar de hacer la
guerra sucia y de poner todo su aparato de Estado para eliminar a la
oposición”.

Como ejemplo de lo que espera a Colombia en el caso de una

derrota militar o desmovilización, tenemos las Zonas de Consolidación
Territorial, de las que proviene, según el último informe del CODHES,
el 32,7% de desplazados (91.499 personas) en el año 2010, una cantidad
desproporcionadamente alta, pese a que son zonas donde la insurgencia
tiene una presencia nula o muy baja. Junto a los batallones de
contraguerrilla y las bandas paramilitares, llegó en masa la
agroindustria (palma aceitera, caucho) y la gran minería, un claro
anticipo de lo que viene en camino, junto a la tan manida “seguridad
inversionista” y apertura al capital transnacional.

Para entender el proyecto de clase que está detrás de la guerra por
parte del bloque en el poder, es bueno constatar lo que ha sucedido en
otras experiencias similares a la colombiana. Ahí está el ejemplo de
Guatemala, que es extraordinariamente aleccionador. Tras la
desmovilización de 1996 la oligarquía guatemalteca no ha tenido
ninguna clase de contrapeso para construir el tipo de país que ha
querido.

¿El resultado?

En 2010 fueron asesinadas 6.500 personas,

mientras que el promedio durante el período de conflicto fue de 5.500.
También continúa el desplazamiento de campesinos mayas, esta vez de la
mano de proyectos minero-extractivistas. Guatemala ocupa el segundo
lugar del mundo, después de Colombia, en violencia contra
sindicalistas.

Y la oligarquía guatemalteca no ha necesitado de la
excusa de la URNG para mantener este triste récord. Pero no solamente la violencia ha recrudecido, sino que también las desigualdades sociales; el país se ha convertido en lo que llaman un “Narco-Estado”, donde reina esa clase política mafiosa, sicarial, que es copia y calco de los parapolíticos locales.

¿Ese es el futuro que queremos para
Colombia?

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