martes, 26 de julio de 2011

TERCERA Y ULTIMA PARTE DEL ARTÍCULO DE LA REVISTA CEPA, REPRODUCIDO POR REBELIÓN.

En esta última parte del documento, sus autores, no solo complementan sino que confrontan argumentos históricos y políticos no tenidos en cuenta por MM, a la vez que abren un abanico de interrogantes sobre lo ya dicho en la epístola que suscita los comentarios. N d la R.

Algunos de los momentos del conflicto

No es este el lugar adecuado para emprender un debate historiográfico de tipo político sobre las interpretaciones que en su carta hace el profesor Medina. Simplemente, señalamos algunos aspectos que es necesario matizar. Miremos algunos detalles al respecto. Dice Medina en la mencionada misiva, refiriéndose, a la autodefensa campesina original, de fines de los años ‘40 y comienzos de los ‘50:

Sin duda en 1949 y en algunas regiones donde venían consolidándose los movimientos de colonos y campesinos, resultó inevitable organizar la autodefensa armada, no ya en defensa de la tierra sino de la vida misma. Pero ya en la primera pausa de “La Violencia” en 1953, había motivos para plantearse la reorganización de un movimiento agrario que, por ejemplo en el Sur del Tolima, venía trabajado con vigor desde mediados de los años treinta. No sobra recordar que en Chaparral, el Partido Socialista Democrático (denominación temporal del Partido Comunista) había tenido ya dos concejales campesinos, uno de ellos el legendario Isauro Yossa.

Pero la reorganización del movimiento campesino no ocurrió. Al contrario cundió el desconcierto y se prolongó la confrontación con antiguos combatientes liberales que respondieron de manera aún más enconada y en efecto agravaron la violencia ”.

En este caso, se achaca la responsabilidad a la dirigencia agraria, sin mencionar de ninguna manera que la amnistía de Gustavo Rojas Pinilla en 1953, que condujo a la desmovilización de importantes reductos de tropas campesinas, se complementó con dos mecanismos trágicos que gravitan hasta el día de hoy, y que no pueden ser olvidados: uno, el vil asesinato de gran parte de los principales líderes guerrilleros que se desmovilizaron en los años siguientes, dejando un reguero de muertos del que se perdió la cuenta, y entre los que se destaca, para sólo mencionar dos casos emblemáticos, los de Guadalupe Salcedo y Dumar Aljure; dos, que a los sectores que no se plegaron al proyecto militar, luego les llovió plomo desde el aire y una persecución inclemente, de la cual el principal ejemplo es el de Villarica. E incluso, el personaje que nombra el profesor Medina, Isauro Yossa, fue sometido a torturas por parte del Estado durante el régimen militar, luego de proclamada la amnistia, como muestra del rabioso anticomunismo que enarboló la dictadura y que fue respaldada por el conjunto de las clases dominantes. Estos aspectos no son mencionados en la carta.

Un segundo aspecto a considerar tiene que ver con la interpretación que el profesor Medina hace del paro cívico de 1977 que, como él lo dice, fue “una protesta formidable, un capítulo de la historia de la muchedumbre política en Colombia”. Para él este hecho fue leído en clave de insurrección, militarmente hablando, y esta lectura llevó a que el movimiento guerrillero privilegiara la vía armada, no teniendo en cuenta que “era necesario ajustar la política a la primacía de los escenarios urbanos y adecuarla a la cultura política que había reflejado aquella protesta multitudinaria contra el alto costo de la vida. El camino escogido fue insistir en las mismas estrategias de antes y darles la espalda a las nuevas realidades”.

Esta interesante sugerencia, sin embargo, no tiene en cuenta a fondo, aunque la menciona, la manera como después de septiembre de 1977 se acentuó la represión contra los movimientos populares en el campo y la ciudad, la persecución a los opositores políticos y la radicalización de la fase más brutal de la actual guerra sucia, con la desaparición forzosa de militantes políticos y sociales, todo lo cual será rubricado en 1978 con la aprobación del nefasto Estatuto de Seguridad, y con la entronización de la tortura como práctica del Estado colombiano, que se convertirá en pan de cada día en el nefasto 1979. Este hecho no puede subvalorarse a la hora de apreciar el panorama en el cual se radicalizaron las posturas del movimiento insurgente.

Dice el profesor Medina que este recuento histórico lo hace con el fin de poner énfasis en las alternativas escogidas por la insurgencia, agregando que “ las cosas que comienzan por voluntad de las personas también pueden acabarse por voluntad de las personas ” . Sin embargo, es necesario precisar que no hubo un abanico de alternativas impuestas al pueblo pobre en Colombia, de cuyo seno nació la insurgencia, y que estas alternativas debieron ser tomadas en un contexto de innumerables presiones, a la sombra de los cañones en una guerra que no comenzó por voluntad de los campesinos, como engañosamente insinúa Medina.

La negociación con el M-19… ¿modelo a seguir?

Una última referencia a la historia reciente es necesaria. El profesor Medina se refiere a la paz firmada con el M-19, con la cual se “ adoptaron compromisos que luego fueron parte del proyecto de reforma constitucional que debatía el Congreso en 1989 ”, en una coyuntura en la cual “confluyeron una organización guerrillera en proceso de paz y el vigoroso movimiento ciudadano por una nueva Constitución -la que sería adoptada en el 91 ”.

Es importante matizar estas apreciaciones, aún cuando Medina esté en lo correcto al señalar también el despilfarro del capital político que innegablemente tenía el M-19, porque el problema con este proceso fue más de fondo. Para comenzar, lo del “vigoroso movimiento ciudadano” ya se ha convertido en un lugar común, que poca base empírica tiene, complementada con aquella otra afirmación sin sustento alguno de que fueron los estudiantes universitarios los que estuvieron detrás de la llamada “séptima papeleta” que propició, en las elecciones de 1990, que luego se diera paso a la Constituyente. Tal “vigoroso movimiento” estuvo formado por estudiantes de universidades tan poco populares como el externado de Colombia, muchos de los cuales formaron después, en los últimos 20 años, los cuadros de recambio de las clases dominantes, furibundos neoliberales e incluso uribistas.

No hubo un proceso de movilización realmente de los sectores urbanos más empobrecidos, y mucho menos, de los sectores rurales. En segundo lugar, tampoco se señala que esa paz con el M-19 (así como con otras guerrillas que decidieron desmovilizarse al mismo tiempo, entre ellas el MAQL y un sector mayoritario del EPL), se hizo con un enorme costo político que eventualmente llevaría a la radicalización de la guerra en las dos últimas décadas: se hizo a expensas del quiebre de la coordinación incipiente alcanzada por el movimiento insurgente en la Coordinadora Simón Bolívar.

Como resultado, de ese proceso constituyente fueron excluidas las FARC-EP y el ELN, así como las bases de apoyo campesinas de éstas, sector que no se vio en absoluto representado en este proceso, siendo que está en la génesis misma del conflicto que fue y sigue siendo fundamentalmente agrario. Mientras se hablaba de paz con el M-19 y los demás, se atacaba con bombas y helicópteros, como un anuncio de lo que vendría después, el campamento central de las FARC-EP en Casa Verde, con la esperanza, por parte del Estado –encabezado por Cesar Gaviria Trujillo en ese momento- y de las clases dominantes de asesinar a Manuel Marulanda Vélez y los principales comandantes de ese movimiento insurgente.


Esto, para no hablar de la manera en que la cúpula del M-19 negoció la paz (cuando ya habían sido militarmente derrotados) para su propio beneficio, por unas cuantas migajas, mientras dejaban en la cárcel o en la calle abandonados a militantes de base, que habían puesto el cuerpo durante años en enfrentamientos con el Estado.

Preguntas aún más inquietantes

Medina hace las siguientes preguntas de manera completamente retórica: “¿Cuáles son los beneficios que esta lucha abnegada de tres generaciones de hombres y mujeres guerrilleros le han traído a Colombia? ¿Cuáles grupos de trabajadores rurales o urbanos han logrado conquistas sociales duraderas por obra de las FARC durante este medio siglo?

Preguntas retóricas, porque él mismo responde, en un párrafo posterior, que la insurgencia: “En regiones enteras han sido el único Estado para la población excluida del acceso a bienes y servicios”. Pero agrega el término “duradera” para dificultar la respuesta, porque obviamente los beneficios o conquistas sociales que han logrado sectores fundamentalmente rurales han estado sometidos a los avatares de la guerra. Y sin embargo, la insurgencia ha podido contener en ciertas regiones, como hemos dicho, el avance de la concentración obscena de tierra que hemos visto en las áreas donde el conflicto se inclinó de manera favorable al binomio paramilitarismo-Estado. Más aún, es un obstáculo para la expansión de la agroindustria y los megaproyectos.

Ahora bien, hay otras preguntas aún más inquietantes que el profesor Medina no osaría hacerse pero que no son menos relevantes para el debate que nos hemos planteado al abordar la cuestión de la guerra y la paz en Colombia.

¿Cuáles son los beneficios conquistados por la izquierda que se ufana de “democrática” en las últimas tres décadas? Pues no se diga que la situación calamitosa de la clase trabajadora es mera responsabilidad de los que combaten en el monte.

¿Cuáles son los logros
duraderos de la desmovilización del M19, EPL, MAQL, PRT, CRS, CER, Milicias de Medellín, MIR-COAR y del Frente Franciso Garnica, solamente para hablar de los desmovilizados en las últimas dos décadas?

Se dirá que su sacrificio, porque recordemos que por lo menos un tercio de los desmovilizados han sido asesinados en medio de la noche y niebla, es lo que nos entregó la Constitución de 1991, que se ha convertido en la verdadera Tabla de Moisés y en la camisa de fuerza a la creatividad política de la izquierda “democrática”.


A la luz de lo sucedido en las dos últimas décadas, desde la aprobación de la Constitución de 1991, existen suficientes elementos para dudar de las grandes transformaciones que con ésta se anunciaron, y de las que hoy tanto se ufanan políticos, abogados e importantes sectores de los que a sí mismos se denominan como “izquierda democrática”. Esa constitución, hay que decirlo claramente, ha sido la legalización del neoliberalismo puro y duro que se ha fortalecido en Colombia en los últimos años y que ha servido para expropiar los bienes públicos y colectivos de la nación, concentrar aún más la riqueza en pocas manos (hasta el punto que en la actualidad con un coeficiente Gini de 0.59 Colombia sea uno de los países más desiguales del mundo).

Esta Constitución tan alabada ha dado pie a la flexibilización laboral, a la privatización de la salud, a la conversión de la educación en un bien mercantil, al fortalecimiento del capital financiero, a la dependencia estricta de las autoridades monetarias con respecto a las instituciones imperialistas (como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial).

No es casualidad tampoco que el capitalismo mafioso se haya consolidado en la misma época de vigencia de la Constitución y que un importante sector de la izquierda legal haya abandonado cualquier sentimiento anticapitalista y antiimperialista, asumiendo posturas claramente neoliberales, y con los mismos niveles de clientelismo y de corrupción, propios de los partidos tradicionales en Colombia, como lo demuestra, por si hubiesen dudas, la experiencia nefasta de los gobiernos del Polo Democrático en Bogotá, y el vergonzoso travestismo político de personajes como los Garzón, que hoy son uribistas o santistas de primera línea.

Asesinato de opositores: el problema de la Unión Patriótica

La parte que nos pareció francamente inaceptable de la carta del profesor Medina, son sus juicios relativos al genocidio de la UP, los cuales nos parecen no solamente una perversión de la historia sino que se constituyen en una afrenta a las víctimas de este crimen de Estado. Con la manifiesta intención de “abrir fórmulas cerradas”, se hacen juicios que representan un ejercicio de revisionismo histórico sobre una tragedia aún abierta.

Primero que nada, porque Medina tiende un velo sobre el responsable último del genocidio de la UP (y también el del Frente Popular y A Luchar): “La Unión Patriótica fue víctima de una alianza conformada por sectores de las Fuerzas Armadas, mafias del narcotráfico, gamonales políticos y paramilitares.” La omisión de que acá estamos ante un crímen de Estado (reconocido como tal incluso por la CIDH) es inadmisible. Esto reproduce la tésis de un Estado más allá del bien y el mal, neutral ante la tragedia colombiana, “asediado por violentos” (la mención a las Fuerzas Armadas se hace casi como si fuera el “hijo pródigo” del Estado). Tampoco se encuentra una mención, más allá del difuso concepto de “gamonales políticos” de la responsabilidad que cabe a la a los gamonales de la tierra, a sectores empresariales, en una palabra a la clase dominante (frecuentemente llamada oligarquía) en este crimen.

En este sentido, la masacre de la UP fue un crímen de clase, pero al parecer las menciones a esos elementos, relacionados con la lucha de clases, son mal vistas en comunicaciones epistolares sobre el conflicto social y armado que se vive en Colombia, como si éste no guardara relación directa con los problemas centrales de la sociedad colombiana, entre ellos la profunda desigualdad y el monopolio terrateniente del suelo.

Pero la parte más delicada, es cuando explica (y casi justifica) el genocidio, diciendo que la “alianza” ya mencionada, pudo aplicar una política sistemática de exterminio porque “la UP, surgida por convocatoria de las FARC, es decir por un movimiento guerrillero que hacía parte de un proceso de paz, tuvo que cargar con el fardo de sostener la política de combinación de todas las formas de lucha.

Me parece que en la encrucijada de 1984 se planteaba la disyuntiva: o bien se profundizaba el proceso de paz y la guerrilla se transformaba en una fuerza política sin apoyaturas militares, o bien se continuaba con la acción insurgente renunciando a la creación de una organización política legal.

Es sorprendente que su interpretación de ese momento clave en la historia reciente, sea perfectamente coincidente con la del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, que decía frecuentemente que el genocidio había ocurrido por “andar combinando las formas de lucha” –que, dicho sea de paso, es precisamente lo que viene haciendo la oligarquía colombiana hace por lo menos seis décadas.

Pero esta evaluación, que es propia del establecimiento y sus intelectuales orgánicos, no resiste el menor análisis. La Unión Patriótica nació según reglas trazadas por un proceso de negociación con el Estado colombiano y los términos en que ésta se dio estaban claros para ambas partes; que el mismo Estado se haya dedicado a desconocerlos y proceder al exterminio, es injustificable.

Pero no sólo eso: la UP comenzó un proceso de paulatino distanciamiento de la insurgencia hacia 1987, el cual se concretó ya hacia 1989 –esto no evitó que el exterminio prosiguiera como si nada, sin que se materializaran esos “amplios sectores políticos y corporativos del país se hubieran constituido en dique de contención frente a esa alianza siniestra”. Por otra parte, en todo proceso de negociación, hay un momento de transición en que las fuerzas confrontadas, efectivamente, se sientan “a dos sillas”.

Por ejemplo, en el caso del proceso de paz de Irlanda del Norte hubiera sido impensable para el Estado Británico, haber procedido a la eliminación sistemática de los militantes y dirigentes de Sinn Féin, partido con un muchísimo más claro vínculo con la insurgencia de esa región, el Ejército Republicano Irlandés, IRA. Esto era impensable porque el Estado Británico estaba, efectivamente, interesado en avanzar en un proceso de paz, con todas las limitaciones que pudo tener; en el caso del Estado colombiano, ese interés jamás ha existido.

No existió en 1984, tampoco existió en 1997. Ni siquiera la represiva Turquía, que persigue y encarcela a los parlamentarios de los sucesivos partidos independentistas kurdos (los cuales son rutinariamente proscritos cada cierto tanto, solamente para reaparecer bajo un nombre nuevo al poco tiempo), ha sido capaz de cometer un exterminio selectivo de sus militantes, aún cuando la guerra con el PKK se ha reactivado en el último lustro.

Una cosa es que la izquierda que se ufana de “democrática” siga haciendo cargar a la insurgencia el bulto de su propia incapacidad de construirse en alternativa de cambio, o siquiera de plantear una manera diferente de hacer política con relación a los partidos tradicionales. Pero otra muy distinta es que el profesor Medina termine reproduciendo el discurso propio de los círculos más retrógrados de las clases dominantes y de sus ideólogos, como José Obdulio Gaviria, según el cual la insurgencia es la única y verdadera responsable, a fin de cuentas, del exterminio de la UP. Esto es inadmisible. Creemos que este acto de revisionismo histórico debe ser rechazado en los términos más enérgicos, porque constituye una apología “suave” de uno de los episodios más bárbaros de una guerra sucia y degradada, impulsada fundamentalmente desde el Estado hacia el movimiento popular.

Esta lectura unilateral y poco matizada que hace el profesor Medina desconoce la compleja historia colombiana de los últimos 30 años en la cual debe recordarse la importante movilización social y política que se desencadenó en el país desde principios de los años 80 y que, en términos políticos, se manifestó en la elección popular de alcaldes de la UP y de otros partidos de izquierda, hecho que conmovió el panorama de la dominación gamonal y bipartidista en las regiones y que fue respondido con el exterminio físico de todos los opositores, incluyendo alcaldes, diputados y consejales que habían llegado a las administraciones locales por la vía electoral.

La respuesta que se dio a este proceso de movilización popular fue el terror de Estado y la generalización de grupos paramilitares, que no mataron solamente a miembros de la Unión Patriótica, sino a sindicalistas, dirigentes campesinos, lideres indígenas y afrodescendientes, profesores y estudiantes, intelectuales progresistas, defensores de derechos humanos, y activistas y militantes políticos de diversas fracciones de la izquierda.

¿Podemos, entonces, decir que todas estas muertes son responsabilidad del movimiento insurgente y que la oligarquía colombiana es una mansa paloma de paz?

Este revisionismo histórico, verdaderamente insostenible, también tendría que aceptar en consecuencia la tesis de las clases dominantes que nos dice que, como respuesta a la guerrilla, fueron creados los grupos paramilitares, cuando eso se convirtió en un proyecto de Estado, auspiciado y propuesto por los Estados Unidos, desde 1962, cuando todavía no existían ni las FARC-EP ni el ELN.

Verdaderamente, en Colombia la violencia no puede entenderse ni explicarse a partir de la existencia del movimiento insurgente, sino que debe partir de la premisa que aquí se ha practicado una violencia de clase, consustancial al capitalismo mafioso, como se muestra hoy en las regiones en donde se ha fortalecido el paramilitarismo, que ha buscado eliminar, como lo siguen proclamando hoy los sectores más beligerantes de la extrema derecha, todo lo que huela a izquierda, sin importar si tiene vínculos o no con el movimiento insurgente. Porque las clases dominantes en Colombia, como lo diría Noam Chomsky, le tienen “miedo a la democracia”, cuando ésta es real y va más allá de los rituales electorales y formales, y cuando se basa en proyectos que tocan, así de manera indirecta, las verdaderas fibras del poder y la dominación de la cerrada oligarquía criolla.

Por ese miedo a la democracia real, las clases dominantes pueden darse el lujo de aprobar textos constitucionales y leyes que en apariencia son de avanzada, pero que son admisibles siempre y cuando sean de papel. Pero cuando se tratan de aplicar de alguna forma y vienen acompañados de la movilización social y popular, inmediatamente viene la reacción violenta para impedir que se materialicen, como sucede, por ejemplo, con las incontables leyes sobre tierras y reforma agraria propuestas en Colombia desde 1936. La realidad colombiana nos demuestra de manera trágica la validez del proverbio haitiano que dice “Una Constitución es de papel; las armas son de fierro”.

El imperialismo y el conflicto

Resulta, por decir lo menos, sorprendente que la carta del profesor Medina endilgue indirectamente a los insurgentes la responsabilidad de la creciente presencia de los Estados Unidos en Colombia. Desde luego, Medina admite que la ausencia de una política internacional independiente por parte del Estado colombiano es un tema que “trasciende a los alzados en armas”. Pero inmediatamente agrega “a mi juicio el que Colombia cuente con ‘la guerrilla más antigua del mundo’, como suele decirse, tampoco ha servido para disminuir la dependencia frente al imperialismo”.

La manera en que se plantea esta cuestión es engañosa. Bien sabe Medina que la nefasta hegemonía de los Estados Unidos en los asuntos colombianos es muy anterior al mentado Pacto Militar Bilateral de 1952, y ciertamente, muy anterior a la existencia de las FARC-EP o del ELN. Incluso, como él mismo lo menciona, las FARC-EP se crean precisamente luego del desarrollo del Plan LASO en contra de comunidades campesinas en Marquetalia y otras localidades, que no representaban una amenaza estratégica para el Estado. Y bien conoce Medina el grado de dependencia tanto material como ideológica, y hasta podríamos decir espiritual, del bloque en el poder respecto de los Estados Unidos.

Tomando en cuenta este último factor, es natural que, en la medida en que el conflicto se profundiza, se refuerce también la dependencia y la participación del imperialismo estadounidense en una guerra que el Estado colombiano no tiene ninguna posibilidad de ganar por sí solo, y que requiere de una participación creciente del amo del norte en todos los niveles: dos millones de dólares de ayuda diaria en los últimos años; asesoramiento directo con militares y mercenarios; participación de tropas y oficiales en labores de inteligencia e incluso en acciones sobre terreno, como sucedió en Sucumbíos en marzo de 2008 o en la llamada Operación Jaque…
Los niveles de dependencia y penetración imperialista que hemos visto desde la puesta en práctica del Plan Colombia, los más agudos en una larga y humillante tradición de servil sumisión, son sintomáticos de la acentuación del conflicto.

Claramente la “guerrilla más antigua del mundo” no ha servido para disminuir la dependencia del Estado colombiano frente al imperialismo, porque esta dependencia no puede ser entendida como un factor que pueda aislarse de la compleja maraña de condiciones económicas, sociales y políticas que han condicionado esta sangría de más de seis décadas que padece el pueblo colombiano. El imperialismo no representa, en realidad, una tercera variable, independiente de los otros dos actores (Estado e insurgencia), sino que es un agente activo tras la contrainsurgencia que lleva a cabo el Estado colombiano desde hace más de medio siglo.

De la misma manera, si se nos permite hacer política-ficción, la desaparición de la insurgencia del escenario colombiano, sin una radical transformación del país, tampoco garantizaría el término de esa hegemonía de los Estados Unidos en todos y cada uno de los aspectos de la política colombiana. Sostener tal cosa sería una ingenuidad. Al contrario, creemos que este escenario generaría las condiciones para una política neocolonial aún más humillante, como ya se vislumbra con la probable aprobación del Tratado de Libre Comercio entre Colombia y Estados Unidos. Tal vez disminuiría, a lo sumo, la necesidad de una tan abultada cooperación militar como en el presente.

Pero lo militar es garantía para el desarrollo de los intereses económicos y geoestratégicos de los Estados Unidos en la región, que es lo que verdaderamente les importa. La desaparición de los movimientos insurgentes en El Salvador y en Guatemala no se reflejó en una política internacional o doméstica más independiente por parte de esos países, sino que, en sentido opuesto, la hegemonía de los Estados Unidos se volvió absoluta y envolvente, a la vez que la dependencia se ha profundizado a niveles impensables. Incluso, con la desintegración social que se vive en Centroamérica, la “guerra contra las drogas” plantea un nuevo escenario para la penetración militar de los Estados Unidos, como lo estamos viendo hoy en México, Costa Rica, Panamá, Guatemala y Honduras.

Cabe preguntarse ¿quién dijo que la presencia de los Estados Unidos en Colombia tiene solamente por interés combatir a las FARC-EP o al ELN?

Ese componente contrainsurgente está relacionado con los intereses estratégicos de la dominación imperialista en su patio trasero, en el cual este país tiene una posición privilegiada. Suponer algo de este estilo es reproducir los argumentos más convencionales del propio Estado colombiano y de las clases dominantes, que continuamente agradecen a Estados Unidos por su “desinteresada colaboración” en defensa de la pretendida “democracia colombiana”, al tiempo que regalan y obsequian los recursos mineros, la biodiversidad, los páramos, los parques, los ríos y todo cuanto se pueda mercantilizar, a las empresas transnacionales, entre las que sobresalen las de los Estados Unidos.

En pocas palabras, el problema de la penetración imperialista en el país no pasa por la presencia o no de la insurgencia, sino que depende de la capacidad de impulsar cambios estructurales en el país, entre los cuales el más importante es la derrota política de una elite estructuralmente sometida y dependiente.

La guerra contra las drogas: un debate pendiente

No menos sorprendente deja de ser la interpretación que Medina hace de la afirmación del comandante Cano de que “ninguna unidad fariana, de acuerdo a los documentos y decisiones que nos rigen , (énfasis añadido) pueden sembrar, procesar, comerciar, vender o consumir alucinógenos o sustancias psicotrópicas. Todo lo demás que se diga es propaganda”. Según Medina, la mención de Cano a documentos y decisiones que les rigen, sería la prueba irrefutable de que en las FARC-EP, así como en el resto de Colombia, la ley “se obedece pero no se cumple”. O sea, como dice el conocido refrán, palo porque bogas, palo porque no bogas.

Sea cual sea la respuesta de Cano, la conclusión de Medina, cuya lógica se nos escapa, es que los miembros de la insurgencia serían narcotraficantes. Puede que el profesor no quiera figurar entre los propagandistas, como él dice, pero esta afirmación, que no sustenta en ninguna clase de evidencia, se hace eco de la propaganda machacada hasta la saciedad por los medios de comunicación de masas, que se han convertido en verdaderos apéndices del Estado. Sabemos que una mentira repetida muchas veces termina por convertirse en verdad incuestionable.

Esta propaganda lo que busca es hacer borroso el claro linde que existe entre el narcotráfico -tradicional aliado de la contrainsurgencia y de las elites políticas y económicas del país- y la insurgencia. La razón práctica es que, aparte de los fondos destinados a la contra insurgencia, los fondos de la mal llamada “guerra contra las drogas” también terminan siendo empleados en la lucha contrainsurgente, mientras se expanden los cultivos en las áreas controladas por el paramilitarismo y el Estado colombiano, por cuyas rutas de tráfico el “oro blanco” fluye en auténticos manantiales, como lo demuestra la sostenida baja del costo de la cocaína tanto en Europa como en los Estados Unidos. La razón política, obviamente, consiste en el asesinato moral de la insurgencia y en reducirla a un fenómeno criminal y no político.

Tal esfuerzo ha ido acompañado de otras iniciativas tales como reducir el número de condenas por rebelión y presionar condenas por terrorismo, reportar las acciones bélicas de la insurgencia como “actos delictivos”, repetir que la “guerrilla ya no tiene ideología” (mientras esquizofrénicamente se denuncia con gran estridencia al “comunismo”) o ahora, incluso, hablar de una supuesta “alianza diabólica” entre las estructuras paramilitares (que el establecimiento denomina Bacrim) con la insurgencia –lo cual, según el investigador Mauricio Romero, de la CNAI, no es otra cosa que una manera de “criminalizar a las FARC y torpedear cualquier negociación con la guerrilla” (“Las Bacrim asustan a Colombia”, BBC Mundo, 17 de Febrero, 2011), y agregamos nosotros, que constituye un esfuerzo del Estado colombiano de mostrarse ante la opinión pública como un actor neutral “presionado por violentos”, imagen que ha sido reforzada desde la academia por todos aquellos violentólogos que hablan de que “Colombia es una democracia asediada”, en la cual el Estado sería una pobre victima.

El tema de la “guerra contra las drogas” es de importancia capital, porque forma parte de una de las estrategias de penetración imperialista en Colombia, pero también tiene relación con un problema que afecta a amplios sectores empobrecidos de colombianos, que son criminalizados en su lucha por subsistir. En primer lugar, está la política reconocida por parte de las FARC-EP, de cobrar el gramaje a los narcotraficantes que operan en las áreas de influencia insurgente. Esta política se inició en 1983, después de varios años de oposición inicial al cultivo de hoja de coca, y debe ser hecha una doble lectura de ella.

Por una parte, siendo la principal actividad económica del país, ofrecía una invaluable fuente de ingresos para una organización con limitadas posibilidades de financiamiento debido a su carácter ilegal y con crecientes presiones económicas debido a su crecimiento; al igual que se cobraban impuestos a otras actividades económicas en virtud del decreto 002 de las FARC-EP, consideraron necesario no eximir, debido a la ilegalidad de su actividad comercial, de ese pago al narcotraficante.

Por otra parte, tampoco las FARC-EP podían atacar las subsistencias de la población rural empobrecida en las zonas de su influencia, que dependen del cultivo de coca para complementar sus reducidos ingresos. La insurgencia incluso llegó a imponer precios justos a los narcotraficantes, ganándose las simpatías de raspachines y cocaleros, que constituyen algo así como el proletariado de las zonas cocaleras.

En segundo lugar, está la utilización que hacen los Estados Unidos, con plena complacencia del Estado colombiano, de la “guerra contra las drogas” como una manera de profundizar su penetración en el quehacer nacional y para fortalecer al aparato militar contrainsurgente colombiano (catalogando a la insurgencia como un “cartel”, pese a que nunca han traficado, ni tienen laboratorios, ni pistas aéreas), a la vez que dirigen una guerra económica contra la insurgencia y contra sus bases sociales de apoyo, pues las áreas que se fumigan o donde se practica la erradicación manual, son áreas de influencia guerrillera, no zonas de influencia paramilitar o militar.

Sin embargo, rara vez se menciona que en las dos negociaciones conducidas por las FARC-EP se han hecho propuestas de sustitución de cultivos ilícitos que jamás fueron consideradas seriamente por ningún gobierno, los cuales han reproducido dogmáticamente el discurso anti-narcóticos impuesto desde Washington a expensas del interés de las comunidades campesinas empobrecidas, demostrando así su carácter subordinado. Discurso por lo demás hipócrita cuando vemos el nexo profundo que existe entre los partidos de gobierno con los narcos y con el paramilitarismo. Creemos que este tema debe ser abordado tomando en cuenta las propuestas que las propias filas insurgentes han hecho, pero creemos que es necesario ir más allá, y desarrollar un debate real, serio, nacional, en torno a la cuestión de la “guerra contra las drogas”.

El debate –hasta ahora vedado- en torno a los narcóticos no puede seguir siendo desarrollado desde una perspectiva puramente moralista, ni mucho menos oportunista, sino que de manera realista, privilegiando los intereses de las comunidades campesinas antes que los caprichos imperiales de Washington. Es hora de abrir el debate más allá de la demagogia del Estado, que por una parte criminaliza, y por otra, recibe con los brazos abiertos a narcotraficantes en el Palacio de gobierno y les permite sentarse en el Parlamento. Este debate, de más está decirlo, sería una manera de evidenciar uno de los falaces argumentos de los Estados Unidos para intervenir, y por eso es que no les conviene que el debate tenga lugar.

Algunas reflexiones finales

La carta del profesor Medina nos ha dado la oportunidad de exponer nuestros propios puntos de vista sobre cuestiones vitales de la realidad colombiana. Lo hacemos con el ánimo de aportar a un debate que debe necesariamente ser infinitas veces más amplio, y en el cual el conjunto del pueblo debe participar decididamente. Permítasenos, por tanto, concluir con algunas reflexiones que, de manera esquemática, engloban los argumentos centrales de este escrito.

  1. La persistencia de problemas sociales profundos en el país, que están en la raíz del conflicto, no se solucionan ni aligeran por la mera existencia de la insurgencia. Tal visión parece ignorar que el conflicto aún no se ha resuelto.
2. Este conflicto no es solamente armado, sino que es ante todo social. Su orígen se encuentra en la violencia de clase secular que la oligarquía ha practicado ante la movilización popular. Los análisis del conflicto no pueden ignorar la estructura de clases de la sociedad colombiana (y la lucha que entre éstas se libra), ni su estructura económica dependiente, deforme y desagregada. Siendo un conflicto ante todo social, su solución no puede ser militar.

3. El terrorismo de Estado y de la oligarquía, tiene por principal objetivo impedir que este espacio de unidad y lucha del pueblo se materialice.

4. El ambiente de terror, de amenazas y la omnipresencia del sicariato pueden explicar la cautela, la excesiva circunspección, la autocensura, pero no deberían convertirse en justificativo para la pérdida del sentido histórico ni para la falta de lucidez política.

5. Nosotros no damos el beneficio del buen corazón ni a la oligarquía ni a los sectores corporativos a los que hace mención el profesor Medina. Creemos que esta cautela se basa en la propia experiencia de Colombia en el siglo XX y lo que va del XXI. La oligarquía jamás negociará de buen corazón. De ello, se deriva que la búsqueda de la solución política al conflicto deba hacerse con la presión de las masas; si las masas no entran al proceso político de solución al conflicto, todo se resolverá a favor de los intereses de las elites políticas y económicas del país, y de sus patrones en el frío país del norte.

6. Esas masas no entrarán a la arena de la solución política si no pueden convertirse en actores directos y en derecho propio, lo que significa la apertura a otras voces que surgen desde el pueblo y el abandono de resabios estalinistas que están reñidos con la multiplicidad de actores y tradiciones de lucha que componen al bloque de los de abajo en Colombia.

7. La insurgencia, dependiendo de quien la juzgue, puede ser una mala o una buena respuesta a esta violencia de clase que ha dominado el último siglo de historia colombiana; lo que es indudable, es que es una de las tantas formas con que el pueblo ha resistido y en cuanto tal, no puede ser considerada como un mero “actor armado” ajeno al sector oprimido y explotado de la sociedad colombiana. Quizás no sean los voceros del conjunto del pueblo, pero sí representan la voz de un sector importante de éste, que no puede ser ignorado.

8. La derrota militar de la insurgencia, como en el caso de Sri Lanka (a un costo humano pavoroso), o en la mesa de negociaciones, como en los casos de Guatemala y El Salvador, no es solamente un escenario remoto, sino que además indeseable. Como hemos visto, este no es un resultado que pueda generar una sociedad cualitativamente diferente a la que ya existe, y ni siquiera una sociedad en paz, en el sentido orgánico del término.

Si miramos la situación social y económica de esos países centroamericanos, el capitalismo maquilero se ha entronizado como la terrible realidad cotidiana de la mayor parte de la población, al lado de bandas criminales herederas de los grupos paramilitares, que hacen y deshacen a sus anchas, como lo demuestra el reciente asesinato de Facundo Cabral. Si miramos a Sri Lanka, tras la victoria militar quedó una sociedad militarizada, donde las desapariciones y asesinatos selectivos siguen siendo pan de cada día, y donde aún hay 300.000 personas en campos de concentración.

9. Por deseable que sea la paz, es necesario reconocer que hay paz en los cementerios y también la hay en los campos de concentración. No podemos engañarnos: para alcanzar la paz sostenible orgánica, real, duradera en Colombia, habrá que luchar para ejercer una serie de transformaciones sociales bastante profundas, que quiebren el espinazo a la dominación del capitalismo mafioso que ha ahogado al país en su propia sangre. La justa demanda por la paz no puede ser antepuesta como un velo que impida el debate real, de fondo, que es qué tipo de Colombia queremos construir.

10. La discusión de qué Colombia queremos construir no debe tener como camisa de fuerza modelos que se intentan imponer, por sectores de la izquierda “democrática”, desde experiencias diferentes a las que el propio pueblo colombiano ha construido en más de medio siglo de resistencias (en plural). Aún cuando consideremos que esa Colombia que queremos construir deba ser parte fundamental de una Latinoamérica hermanada desde sus pueblos, y no desde sus élites, no por ello, debemos ignorar las particularidades propias de este país. Hemos insistido en que Colombia ni es Porto Alegre, ni es Caracas, ni es Buenos Aires. Tampoco vemos esas experiencias con la misma reverencia con que lo hace el profesor Medina: un análisis juicioso de los gobiernos progresistas o del “socialismo del siglo XXI” demuestran que no ha habido intentos serios de superar un modelo desarrollista-extractivista, y nos parece desacertado e indeseable intentar aplicar recetas que ya evidencian sus limitaciones para impulsar un proyecto verdaderamente alternativo y anti-capitalista.

11. Colombia es un país con su propia tradición, rico en su propia experiencia de luchas. Rescatar los horizontes emancipatorios propios del pueblo colombiano, ese acumulado político que la oligarquía está empeñada en erradicar de la memoria de los hombres y las mujeres, mediante el revisionismo histórico y la eliminación física de los depositarios de esos acumulados, es una tarea urgente para recomponer una izquierda con real vocación de transformación social.

12. Ahí es donde creemos que hay varias interrogantes abiertas para el pueblo colombiano:

¿Cómo superar lógicas militaristas y vanguardistas de comprender el conflicto social?

¿Cómo construir diques de contención efectivos en contra de la costumbre de la oligarquía de exterminar a las alternativas políticas que desafíen su hegemonía?

¿Cómo superar las fricciones producidas en el bloque popular por las diferentes elecciones tácticas hechas por distintos sectores?

¿Cómo mejorar la comunicación de los proyectos emancipatorios y generar una cultura de diálogo real en el bloque popular?

¿Cómo apelamos a las masas a la lucha, mediante llamados a movilizarse por la paz o por las transformaciones sociales, o ambas?


Todas estas interrogantes, así como muchas otras, forman parte de una discusión política, urgente y necesaria, pero que no se puede cerrar con el llamado a una virtual capitulación, en la cual no se afronten los problemas estructurales de desigualdad e injusticia que caracterizan a la sociedad colombiana, y que son la base real del conflicto social y armado interno.

NOTAS: [1] http://www.razonpublica.com/index.php?option=com_content&view=article&id=2213:carta-abierta-a-alfonso-cano&catid=19:politica-y-gobierno-&Itemid=27
[2] Este argumento es muy importante, porque con la misma falta de sentido histórico y desconocimiento de la realidad del conflicto social y armado, hay un sector de la socialdemocracia colombiana que insiste en que la insurgencia es “la mejor aliada de la ultraderecha”, pues supuestamente, por culpa de la insurgencia, la izquierda no ha sido capaz de llegar al poder. Independientemente del desatino que representa que la socialdemocracia culpe de su propia incapacidad a la insurgencia, este disparate ignora que es en realidad el terrorismo de Estado el cual ha impedido, mediante el asesinato selectivo, el terror y la destrucción de los tejidos sociales que sustentan proyectos progresistas, la concreción de una alternativa de izquierda (a la izquierda de la socialdemocracia, claro). Pero peor aún: ignora que el odio de la oligarquía por la insurgencia es visceral y profundo, que su determinación de aplastarla es muy real (como lo demuestran los bombardeos y las recompensas por cabeza al más puro estilo del Far West) y que la confrontación armada es un constante dolor de cabeza, que representa el problema estratégico clave del bloque en el poder durante 60 años.

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