LA LECCIÓN DE CAMILO. LAS PARADOJAS DE LO
SUBALTERNO.
Miguel Ángel Herrera Zgaib
Proyecto
Historia de los Subalternos.
Director Grupo
Presidencialismo y participación.
Unal, Bogotá
Más que un Obituario
El 15 de febrero se
cumplirá otro año más, de la muerte de Camilo Torres Restrepo, el cura armado,
quien murió en un absurdo combate en Patio Cemento. Allí, él probó vida y
suerte bajo las banderas guerrilleras del Eln, luego de recibir de universitarios
enmontados y campesinos una instrucción de tres meses, en una profesión en la
que era un perfecto novicio.
Su bautizo fue la muerte. Desde
entonces, el paradero de su cadáver es un misterio, guardado entre el general
Valencia Tovar y su hermano Fernando, fallecido también. A este último, Joe
Broderick, el biógrafo irlandés de Camilo, lo califica de reaccionario,
interesado en preservar los restos del hermano en el anonimato.
Con todo, la periodista conservadora,
María Isabel Rueda, “reveló”, un secreto al respecto, que le confió el general
Valencia en una de sus postreras entrevistas, acerca de dónde está depositado
el cadáver. Un asunto que casi tiene el carácter de un secreto de Estado, por
el riesgo que tendría el “establecimiento” sí se le ubica en un lugar para
culto de sus seguidores, después de la muerte trágica.
Se convertiría en un héroe, en un mito subversivo que adquiriría la dimensión de un Cid Campeador “redivivo” presidiendo las huestes populares que logró interpelar y movilizar en vida a través del truncado proyecto del Frente Unido. En todo caso, el Eln reclama como propios sus restos, mientras guarda silencio, que se sepa, de las razones de la muerte de jóvenes figuras sacrificadas en el monte o en la ciudad, como Víctor Medina Morón, César Julio Cortés, Jaime Arenas, autor de La guerrilla por dentro, o Ricardo Lara Parada, quien luego de “desertar” de la guerrilla hizo política en Barranca y alrededores con los inicios del FILA, donde creció electoralmente el liberal Horacio Serpa Uribe.
Era una prédica que cuestionaba el ultra
conservadurismo de la Iglesia Católica y Cesárea romana, como la pintó el poeta
de las églogas grandilocuentes de El
sueño de las escalinatas, Jorge Zalamea Borda, que era sacudida por la modernidad
en todos los frentes. Europa de la posguerra, en particular, en Francia y
España, se conmovía con el ejemplo de los curas obreros; y el progresismo de la
iglesia belga, convertía a Lovaina la nueva, en sede ecuménica universitaria de
un evangelio dirigido a las bases católicas, y acorde con los tiempos del desafío
socialista, y sede por ende de la pastoral militante.
Esta fue la ciudad y los claustros donde
Camilo escanció la sed de justicia y la caridad sin medida. En Lovaina, el
joven sacerdote Camilo Torres Restrepo aprendió la disciplina sociológica, el
funcionalismo, dispuesto a aprehender los conflictos que impedían el desarrollo
de su país; y a fortalecer la convicción que lo hizo moverse de las aulas de
derecho de la Universidad Nacional en Bogotá.
Aquí tuvo como discípulos a otros rebeldes
particulares, como Gabo, quien desertó por las letras, y Luis Villar Borda,
quien ensayó la doble militancia, comunista y en el MRL, en sus años mozos.
Este procedía también de la la oligarquía bogotana. Fue por ratos confidente
del joven Camilo, antes que se dispusiera a vestir los hábitos negros, o el
traje de calle, una vez que le fuera conculcado el derecho eclesiástico a decir
misa, dar comunión y otras funciones como sacerdote de la Iglesia Católica. Por
lo que el arzobispo Monsalve, de la diócesis de Cali, ha solicitado que se le
restablezcan post mortem, después de trascurrida la bicoca de medio siglo de
indiferencia de la jerarquía eclesiástica nacional, y planetaria.
Este muchachón de sobresaliente
estatura y porte bondadoso, de pelo ensortijado cualquier día, sinceró con su
primera confesora, la madre, Isabelita, esposa del médico Calixto Torres Umaña,
quien hizo estudios en Alemania, y también conoció el quehacer del nazismo.
Isabelita era y fue hasta el fin de sus días, una mujer de avanzada; y
compañera de las luchas emancipatorias de la mujer, y por la liberación de los
subalternos en Colombia y América Latina.
Ella tuvo que pasar una buena parte
de su vida fuera del país, en la Cuba socialista, luego de que los avatares de
la insurgencia guerrillera en América Latina, y en Colombia, pusieron a
combatientes, simpatizantes y rebeldes intelectuales a buscar asilo allende de
las fronteras, en el proclamado primer territorio libre de América, cuando
empezó el bloqueo por parte del gobierno de los Estados Unidos que perdura
hasta nuestros días, pese a que Obama y Raúl Castro hayan restablecido
relaciones en el pasado año.
Precursores y Recuerdos de Camilo
Siendo yo estudiante del colegio Departamental
Atanasio Girardot, creo que corría el año de 1965, una tarde, cuando como a eso
de las 4 pm., la rectoría al frente de la institución, que ya vivía la rebeldía
estudiantil contra un rector mandón e inflexible, dio la orden que alrededor de
700 estudiantes regresáramos a nuestras casas. Ya se preveía que habría
disturbios en la ciudad que, por supuesto, estaban preparados por la represión
que contendría a aquel caudillo religioso, henchido de carisma y generosidad
por los pobres.
Ni más ni menos que estaba anunciada la visita
del padre Camilo Torres, en campaña anti-electoral, contra las elecciones
excluyentes y viciadas del Frente Nacional. Era el turno pactado del partido
liberal. El presidente era Guillermo León Valencia, entusiasta de la caza y las
casas de citas no literarias. El liberalismo tenía a Carlos Lleras Restrepo
como su adalid, y su primo, Alberto, había sido el primer presidente después
del Plebiscito de 1957, luego de los acuerdos de los balnearios españoles de
Sitges y Benidorm, celebrados con Laureano Gómez.
La ciudad roja, donde Jorge Eliécer
Gaitán había tenido arraigo popular se preparaba a recibir la comitiva. En el
pasado había sido sede y albergue de los primeros arrestos socialistas, y había
tenido dos concejos de mayoría socialista. Los braseros y obreros del
ferrocarril había escuchado también, por los siguientes años la prédica de Luis
Tejada, un escritor de entusiasmo comunista que organizó las primera células,
en las que fueron partícipes, dicen, Gabriel Turbay, los hermanos Lleras
Camargo.
Pasaron también por aquí los
agitadores y organizadores del Partido revolucionario socialista, Raúl Eduardo
Mahecha, María Cano, familiar de Tejada, la flor del trabajo, y el autor de la
serie autobiográfica “Los Inconformes”, Ignacio Torres Giraldo.
Los restos de Tejada fueron
“rescatados” del cementerio Universal, convertido casi en un bien mostrenco. Había
sido cuidado por la masonería porteña, para darle albergue a los suicidads y a
muertos que no eran de recibo en el catolicismo. Después, un alcalde de estos
últimos años dispuso del camposanto.
Hoy se levantan edificaciones
profanas dedicadas al cotidiano trajín comercial. Todavía no quedó claro para
la opinión pública qué transacciones y barullos notariales lo hicieron posible.
Mucho menos cuál fue el paradero definitivo del importe de aquella transacción,
como tantas otras, resultado de la venta de bienes comunes, alegando los
burgomaestres de turno todo tipo de razones de bien y criterios técnicos, que
la práctica desmintió luego en forma rotunda.
Volviendo con la visita de Camilo
aquella tarde, sitúo mi recuerdo en el Colegio, ubicado en las afueras de
Girardot, en el kilómetro 3, de la vía a Tocaima. Allí llegábamos por una vía
no pavimentada. Ese día me subí en uno de los últimos buses coloridos, cuyo recorrido regular terminaba en el parque
Sucre/Bolívar. Iban conmigo, si la memoria no me falla, unos veinte estudiantes,
entre nosotros varios “grandes”.
Yo cursaba segundo de bachillerato. Llevábamos menos de dos años de instalados en un paraje desértico recién construido, donde sobresalían los frutos de los cardonales, y los jirigüelos que se posaban con su nerviosa negritud entre ramas espinosas y hojas escarraladas que matizaban la inclemencia del sol impenitente.
Yo cursaba segundo de bachillerato. Llevábamos menos de dos años de instalados en un paraje desértico recién construido, donde sobresalían los frutos de los cardonales, y los jirigüelos que se posaban con su nerviosa negritud entre ramas espinosas y hojas escarraladas que matizaban la inclemencia del sol impenitente.
Empezamos el recorrido de vuelta a la
casa. Ya en el casco urbano de la ciudad, uno de los grandes nos advirtió que
el bus seguiría para las Quintas Ferroviarias, rumbo al estadio municipal,
donde a partir de las 5 pm., había la concentración política presidida por
Camilo Torres.
Entonces teníamos la opción de
bajarnos en la próxima parada o seguir con ellos hasta el penúltimo destino.
Creo que en ese recorrido reconocí a algunos jóvenes de último año, entusiastas
repentinos de la causa de Camilo, o dispuestos por la intrépida curiosidad de
los años adolescentes.
Los distinguía porque eran
deportistas, o arengaba en los mítines contra el rector Romero, caído en
desgracia por su autoritarismo. Estaban el pato Sánchez, luego abogado de la
Nacional, el “pichi” Ramírez, matemático y acompañante mucho después del
proyecto Visionario, después. Un largilucho joven Lara que era uno de los
agitadores en una inolvidable la manifestación que partió de la Plaza de
Bolívar, junto con una nueva camada de profesores traídos de Tunja, Tatis,
Almanza, entre otros, quienes tiempo atrás, antes de la visita de Camilo, nos
había conducido entre arengas hasta la casa del rector, hacia donde caminé
junto a un condiscípulo, Luis Eduardo Santos ya ido.
La residencia quedaba diagonal al Hotel
piscina Girardot, y muy cerca de donde yo vivía, y jugábamos fútbol hasta altas
horas de la noche. Hasta que la “Bola”, el carro de la policía nos disuadía de
seguir gritando, y pateando el cuero en aquella juerga nocturna regular, donde
todos los jóvenes nos confudíamos entre el frenesí y el sudor del esfuerzo.
Así que no llegué a aquella
concentración que terminó a golpes de bolillo y sable, porque no permitieron la
concentración acordada para el Estadio. Ignoro también quién habría conseguido
el permiso para reunir allí a los cientos de admiradores y curiosos que estaban
dispuestos a concurrir para escuchar al padre Camilo Torres Restrepo.
El venía en campaña anti electoral, y
haciendo la famosa denuncia contra el sistema electoral oligárquico, que sigue
tan campante. Su grito de denuncia era famoso: “El que escruta elige,” y
repicaba por la unidad de los de abajo y de los honestos, verdaderos
cristianos. Y Girardot fue, sin duda, en aquel entonces, una de las estaciones
de su despedida que al poco tiempo lo condujo a la muerte inexorable.
El Padre Camilo y la Ciudad Roja
El padre Camilo, sin sotana, me
dicen, que estuvo en Girardot acompañado por una pléyade de universitarios, la
mayoría venidos de las universidades públicas, beneficiarias de la Alianza para
el Progreso. Estos apoyos se habían invertido en profesores e infraestructura en
la UIS, y las universidades del Valle, Antioquia y Nacional, donde entonces
había creciente descontento estudiantil, porque el Plan Atcon, concebido en la
Universidad de Berkeley, se implementaba como receta imperialista y parte de las
reformas para detener la revolución que se veía a la vuelta de la esquina.
Aquel paquete publicitado, impuesto
desde la visita de John F. Kennedy, para conquistar un verdadero desarrollo
económico y social. Siguiendo los dictados de W.W. Rostow, autor de cabecera,
escritor de un Manifiesto Anticomunista,
para librar la guerra ideológica contra el socialismo que tenía en Cuba al
vecino disruptor, y un mal ejemplo, porque estaba aliado con la URSS, avanzada
del proyecto anticapitalista durante la Guerra Fría.
En fin, yo no supe, en forma directa
qué pasó aquella tarde trágica y premonitoria, de una parte; pero termómetro a
la vez, de una revolución democrática que se desparramaba espontánea y
fervorosa en calles y plazas, al escuchar al cura rebelde, y a los líderes que
lo secundaba. No se, si esa tarde, estaban presentes los comunistas y sus
sindicatos, la democracia cristiana, los anapistas, llamados a ser parte del Frente
Unido, que se despedazaban entre sí, por los puestos de comando, haciendo uso
de sus consabidas y mezquinas prácticas. Era evidente la espontaneidad de la
audiencia.
Se por otro compañero de estudios del
Departamental, el abogado Vicente Antonio Alonso que presenció el inicio y
desenlace de aquella tarde inolvidable, que la multitud que se resistía a
partir se concentró en el parque Saavedra Galindo, de las Quintas, donde habló
Camilo, hasta que la arremetido de la Policía, y creo, del Ejército, ordenó disolver
la manifestación a riesgo de ser golpeado y arrestado. No recuerdo bien, pero
entre los heridos y golpeados estuvo Rafael Arteaga, quien acompañaba esta
última gira de Camilo.
Un doble recuerdo de niñez
Rafael había estudiado su
bachillerato en el Colegio Santander, y se había ido a estudiar ingeniería en
la U. de Antioquia, una carrera que no terminó. Cualquier día conversando, me
recordó, que no olvidaba las clases de filosofía que les impartía mi padre, en
la biblioteca del colegio del profesor Páramo, a algunas de las cuales yo
asistía de “pato”, sentado con todos en los taburetes de cuero, alrededor de
una mesa rústica.
Rafael, como su cuñado, hermano de
Esther Morón, eran estudiantes de aquel colegio, y después entusiastas
seguidores del Frente Unido del padre Camilo Torres. Muchos años después
supimos que Rafael había desaparecido, y sus restos siguen perdidos en algún
lugar de la manigua, en uno cualquiera de los combates que el M19 libró, en los
tiempos cercanos a la primera paz. Aquella se tradujo en la que hoy es la
Constitución de 1991, la que pronto cumplirá un cuarto de siglo, flanqueada por
una guerra de medio siglo y más de duración.
En mi recuerdo, ese centro de reunión
académica parecía un comedor popular, modesto y rodeado de imágenes de animales
que testimoniaban la historia natural. En verdad era la biblioteca de un
colegio de provincia, de paredes de bahareque, y con vista abierta al patio, donde
temprano, entre 7 y 8 am., yo escuchaba distraído, mientras mi piernas colgaban
de un asiento al que literalmente me encaramaba aquellas mañanas inolvidables.
Luego veía a aquellos adolescentes
divertirse y reír. Eran los alumnos que escuchaban a mi padre, quien cautivaba
su atención, llenando de anécdotas jocosas el ambiente para motivar a aquella
juventud díscola, atraída por los placeres de la vida porteña más inmediata.
Navegaban sus inteligencias en compañía de los pensadores clásicos, y
chapoteaban en los meandros un poco oscuros del existencialismo. Cosas que supe
luego, cuando “curioseaba” solo en los anaqueles que constituía la biblioteca
de mi padre, después de su muerte, un legado del que aún queda huellas.
Un tiempo de paz, sin Camilo
Ahora estamos en un nuevo tiempo de
paz. El Eln aún no acepta los términos de la negociación, que el gobierno
Santos le propone, y que en detalle no conocemos, para darle curso a una paz
definitiva. La que ellos quieren también, pero, no a cualquier precio.
Suponemos que exigen dignidad, y efectos tangibles sobre los subalternos de
toda condición.
Ellos, los veteranos, los jóvenes
universitarios, los que eran campesinos golpeados, directa o indirectamente por
la Violencia bipartidista, y eclesiásticos que combatieron teniendo a Camilo
como emblema, como aquel puñado de prelados aragoneses que murieron también en
otros combates .
Ofrendaron con mayor o menor heroísmo
sus vidas, en el altar de una lucha social, mezclando su cristianismo con los
horrores de la guerra, y la caridad. Fascinados, quizá, por el mártir del
calvario, y las cruzadas de otro tiempo, pero dispuestos todos, jugados a la
transformación de una Colombia, que sigue contrahecha, profundamente desigual.
Necesitada eso sí, de una revolución democrática, sin más sangre, que cambie en
lo político la insultante y cancerosa fórmula del “El que escruta elige,” que
hiciera famosa como denuncia los discursos del cura guerrillero que hoy tenemos
que recordar.
Veremos qué nos depara el 15 de
febrero, y los días que siguen. Días que, en particular, espero, sean de
Constituyente Social, y de reforma intelectual y moral para contrastar con una
Colombia robada, estafada y mancillada hasta el absurdo por un país político
que no merecemos, y que no resiste más alzamientos armados, ni la contabilidad
de más muertos.
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